jueves, 29 de mayo de 2014

PARA EL PREGÓN DEL ROCIO 2014 DE MI AMIGO ANDRÉS VILLAGRÁN...



EL MINICUENTO DE LUIS “EL DEL CERRO”
 

Érase una vez un tal Luis, que no era rociero. Creyente, católico, practicante… pero no, rociero no. Tenía, como casi todos, su grupito de amigos que sí que iban al Rocío, pero a él por más que le contaban, no le convencían. Él sólo veía polvo en lugar de paisajes, ruido donde había cantes, calor donde había promesas… Pero ¿y a quién no le ha pasado alguna vez esto? Un día de estos en los que tomando una copa llega ese típico: “¿A que tú no tiene való de…?” y como a todos alguna vez nos pasó, él dijo: “sí”.

Así que nada, no sin muchos momentos de arrepentimiento por el camino, y con más miedo que vergüenza, allí se veía el bueno de Luis, un miércoles muy temprano en la Alameda Cristina, perfectamente ataviado, fijándose en mil cosas en las que antes no había reparado, poca conversación, la mirada perdida y sin saber dónde se había metido.
Y comenzó el camino, y con él su particular calvario. Le tocó en la parte de atrás de un vetusto todoterreno. Al lado suya iban tres maletas que no cabían en la baca que resbalaban en las curvas y se le caían encima, no podía colocar los pies en el suelo porque había una caja de botellines de cerveza que tampoco cabían, y en la parte superior del maletero, justo detrás suya, había una enorme caja llena de servilletas de papel y una pandereta que se venía hacia adelante y le golpeaban la cabeza en cada frenazo.

- “¿Me podéis explicar para qué demonios llevamos aquí esta caja de servilletas y esta pandereta si vosotros ni os limpiáis las manos ni tocáis la pandereta?”

- "Por si acaso compare, lo llevamos por si acaso…”.

Cuando uno va en esa línea, suele suceder que te pasa todo aquello que puede empeorar la situación: le tuvieron que poner un Urbason por los mosquitos, se le pinchó la colchoneta y plegando la “Quechua”, se le partió en Marismillas.

La comitiva llegó temprano el jueves a Carboneras, y mientras sus amigos charlaban un rato con otra reunión, nuestro amigo decidió tomarse un respiro y consiguió relajarse. Contemplando el atardecer en el Coto, el silencio se hizo en su interior, y durante un momento creyó que todo lo malo de los días anteriores ni siquiera había pasado. Pero al día siguiente, se levantó temprano, como todos. La mañana, extrañamente, parecía más tranquila de lo habitual y en el ambiente se respiraba como la víspera de un día grande. El sol empezaba a mitigar el frío en los cuerpos de los madrugadores romeros.

La caravana, encaminó sus pasos hacia el Cerro de los Ánsares, aquel sitio del que tanto le habían hablado sus amigos, por momentos incluso, con cierto tono de misticismo. El vehículo fue abriéndose paso y tras dos o tres golpes de volante se dio de frente con la imponente imagen de los carros recortando un infinito horizonte, donde el azul del cielo, y el blanco de la arena, se besaban dulcemente en una estampa que sus ojos jamás olvidarían. Bajaron, y se acercaron al círculo que se formaba para celebrar la santa misa. La gente se miraba y sonreía, pero había pequeños silencios y gestos serios en los rostros de muchos de los que allí había. Es el momento de los recuerdos, del rápido recuento que hace la memoria desde la última vez que estuvimos allí. De las miradas perdidas. De los rezos susurrados, de sentarnos y arrodillarnos y acariciar brevemente con las manos la arena más pura y limpia que jamás hayamos palpado. De dejar que el silencio, eterno propietario del Coto, solo se vea roto por el propio diálogo de la eucaristía o por los cencerros de los mulos… De tantas y tantas cosas que estamos deseando cada año encontrarnos allí y solo allí… Y fue allí, donde nuestro amigo Luis, quedó atrapado por la más genuina muestra de fe que jamás había contemplado. Cuando el sacerdote elevó el cuerpo de Cristo, con el único dosel del azul del cielo, un escalofrío recorrió su cuerpo, mientras una lágrima escondida asomó por debajo de aquellas gafas oscuras, que le sirvieron de cómplices para no demostrarles a todos cómo de feliz era justo en aquellos momentos.

La misa terminó. Abrazó con fuerza a uno de sus amigos, y con algo de temblor en sus manos, bebió de un solo sorbo un pequeño vaso de oloroso al que alguien lo había invitado. Lo bautizaron como Luis “el de los Ánsares” y, lo más importante, ya nunca volvió a faltar el viernes de camino a aquella misa del Cerro. Donde descubrió que Dios se nos aparece para darnos una lección, cuando menos uno se lo espera…

Que en los Ánsares de arena
el mismo tiempo se para
como si alivio buscara
la Virgen para tus penas.
Que tú alma sale llena
de Dios, y sin previo aviso,
vas encontrando el cobijo
de algún abrazo sincero,
y se encuentra el rociero
más cerca del paraíso.


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