martes, 19 de diciembre de 2023

MINICUENTOS DE NAVIDAD XIV

MINICUENTOS DE NAVIDAD XIV

(Navidad 2023)



Érase una vez un perro del que todos decían que era un ser especial. Había quien incluso quien a veces lo llamaba perro-persona. Tan persona era, que celebraba su santo, su cumpleaños, tenía familia, primos, tatos … Todos le querían y le hablaban como a uno más. Como si entendiera realmente lo que intentaban decirle. Llegando las fiestas de navidad, le encantaba dormir pegado a aquel árbol con luces que montaban en su casa. Y eso que le llenaban el suelo de bolas, de muñecos, de duende que a menudo le estorbaban. Pero él nunca los tocó. Parecía que incluso se movía con algo más de cuidado para no estropear la decoración. Hasta se sorprendió algún año, cuando cada cinco de enero sus dueños decidían pasar la noche junto a él acurrucados en el sofá y él devolvía el gesto durmiendo lo más pegado posible a ellos. Pero si algo le gustaba de estas fiestas, era esa noche de fin de año en la que, a pesar de los malditos cohetes, se concentraba para no perder puntada de lo que pasaba en la Puerta del Sol, cambiando esas doce uvas que todos comemos, por unos imborrables doce trozos de salchichas que se tragaba al compás de su familia. Este año no dormirá bajo el árbol la noche de reyes. Ni se comerá sus particulares uvas. Se marchó en silencio justo cuando pensó que debía irse. Como queriendo no molestar. Y yo lo imagino acompañando al niño Dios en ese portal de Belén que estoy seguro que forman en el cielo todos esos perros que han sido una bendición en la tierra.

 

Había una vez una familia a la que le gustaba mucho reunirse para comer y para cenar. Hacía algún tiempo, que a aquella enorme mesa una persona se sentaba, pero ya no estaba. Su presencia se limitaba a su cuerpo. Su mente ya hacía algunos años que viajaba a lomos de una enfermedad con nombre de neurólogo alemán que cuesta trabajo pronunciar. Me dijo un amigo una vez, que los que la padecen, en el fondo, mueren dos veces. Y puede ser que no haya mejor manera para definirla. Una de sus nietas había crecido ya habituada a esas reuniones en las que la abuela se movía poco y en la que guardaba un severo silencio que a veces adornaba con una tierna sonrisa. Este año, le tocó sentarse justo enfrente suya y algo vio especial en ella que le hizo no retirarle la mirada en toda la noche. Hasta a sus padres les llamó la atención. Tanto, que le peguntaron si le pasaba algo.  Y la cena transcurrió como siempre. Con una comida copiosa y con un brindis en el que todos elevaban su copa al cielo. Incluso la abuela, que le pegó un sorbito rápido a aquel vino que le supo a gloria. Llegó el momento de levantarse de la mesa para irse ya a descansar y, al bordear la mesa, pasó muy pegada a aquella nieta que había sido su vigía toda la noche. Y, por sorpresa, se paró un segundo junto a ella y acercó su boca a la mejilla con intención de darle un beso que fue recibido con alegría, y justo después de hacerlo, le susurró al oído un “Feliz Navidad” que retumbó en el salón como si lo hubiera gritado media ciudad. Alguien acompañó a aquella abuela a su dormitorio cogiéndola por el brazo y secándose alguna lágrima, mientras en la mesa todos se miraban asombrados. Porque habían vivido en persona, que Dios nace en Nochebuena para todos. Incluso para aquellos que no lo saben. Incluso para aquellos que parecen que lo han olvidado.

 

Iba un hombre caminando de noche y a solas por una calle en penumbra. El aire recogía y mezclaba ecos de un “Runrún” que acompañaba a sus tímpanos desde las primeras horas de la tarde. Había cruzado media España para conocer esa fiesta navideña del sur de la que todos hablaban maravillas. No había viajado solo, aunque ahora sí que lo estaba. Les había perdido la pista a sus compañeros de aventura hacía ya algunas horas, a los que imaginaba ya en la blanca e impoluta cama del hotel, con la que él ahora soñaba. Pero no. Él estaba allí solo en aquella calle cuyo nombre desconocía, haciendo un esfuerzo enorme para dar un paso detrás de otro y sobre todo para mantener la verticalidad. Su subconsciente solo hacía repetirle “Que traicionero es el vino de Jerez…pero qué rico está”. En la acera de esa calle, un vecino apuraba un cigarro dejándose caer en la puerta de madera que daba acceso a una de sus casas. Una de esas casas con un suelo de baldosas rotas y trozos de cementos, con columnas y arcos, macetas verdes en las paredes y una balconada desde la que se asomaban los que vivían en la primera planta.  El vecino disfrutaba de la escena, viendo a aquel hombre luchando contra su equilibrio y al llegar a su altura y sin pensárselo mucho, lo cogió del brazo y lo introdujo en aquel patio lleno de voces y alegría en el que sonaba de nuevo ese “Runrún” de la zambomba. Lo sentaron como pudieron en una silla de eneas y alguien se apresuró a colocarle en una mano una pandereta y en la otra una copa de anís. Se le acercó un vecino y, dándole una voz, le preguntó “Pero usted… ¿De dónde viene?” “Yo soy de El Barco, un pueblo de Ávila”. Otro que estaba bastante cerca, hiló enseguida la respuesta y entonó un acertado “POR ALLI VIENE MI BARCO RAMIRÉ…” que todos continuaron a coro inmediatamente, lo que hizo al protagonista esbozar una sonrisa y pegar un buchito al anís, mientras daba por hecho que por fin había encontrado esa famosa fiesta que venía buscando.

 

Estaban un padre y su hija una mañana en su salón viviendo los previos a las fiestas que llegaban. El padre, había subido del trastero varias cajas de cartón donde almacenaban todo el año el árbol, las luces, las flores, los espumillones y todo lo necesario para adornar su hogar en estos días. Empezaron entre los dos a sacar todo lo que contenían aquellas enormes cajas y lo iban ordenando por zonas para poder luego acudir a lo que iban necesitando. De pronto, la niña cogió una bolsa y se la dio a su padre preguntándole qué es lo que había dentro. El padre, abrió la bolsa despacio y sacó un buen montón de sobres, en su mayoría blancos, que cogió con la mano derecha y que muy despacio fue dejando caer en una mesa mientras se sentaba en un sofá. Fue pasando esos sobres desde la mano derecha a la izquierda despacio mientras su hija no le apartaba la mirada. “¿Qué son papá?” pregunté extrañada ante el silencio del protagonista de la escena. “Son unos christmas cariño…unas felicitaciones”. Ante la cara de extrañeza de la hija, el padre añadió. “Eran unas postales que los amigos y familiares se mandaban unos a otros. Normalmente tenían algún cuadro o alguna foto y se deseaban una Feliz Navidad los unos a los otros. Yo tenía la manía de guardarlos y aquí están”. La niña, no reprimió su cara de asombro y mientras miraba con poco interés algunos de esos sobres, le comentó al padre “Qué tontería ¿no? Mejor escribirle un wasap y le pones lo que quieras ¿no crees? Es más rápido y más fácil” El padre, la miró reposado. Como sin saber bien qué contestarle. Mezcló una sonrisa tímida mientras se le escapaba una lágrima que bajó por la mejilla y acabó mojando uno de aquellos viejos sobres. Su hija le puso la mano en la mejilla y sonrió. Y pegó una carrera a la cocina en busca de un par de pestiños. Y él se quedó sentado con aquel puñado de sobres en la mano, mirando con nostalgia y emoción algunos de los nombres que aparecían en el remite.

 

Tengo un amigo que estaba una noche en el desierto pasillo de un hospital. La luz era tenue y a un lado y otro de aquel pasillo, las luces que brillaban en los cristales dejaban intuir algunas habitaciones en las que cuando se abrían las puertas sonaban unos pitidos que marcaban un repetido compás. Hacía poco que lo habían dejado solo allí. Al fondo de aquel oscuro pasillo sí que había más luz. Pero él miraba al fondo no buscando una luz, sino esperando un sonido. Deseaba ansioso poder oír a lo lejos el llanto de una niña, para ser exactos, dos llantos mejor que uno. El tiempo pasaba lento en aquella por momentos angustiosa espera. Tuvo entonces unos minutos para pensar en los que habían pasado ya por aquellos momentos de nervios. Por aquella bonita y a la vez dura incertidumbre. Y se acordó de aquella pareja que trajo una noche un llanto que cambió el mundo entero. Cayó en la cuenta entonces, de que tenía poco de lo que quejarse cuando se los imaginaba dando a luz en una noche fría, desamparados en un establo rodeado de animales, sin ningún familiar cerca al que poder abrazarse. Si ya era diferente venir al mundo hace más de dos mil años, en esas condiciones debió ser algo realmente inenarrable. Pero el llanto, normalmente símbolo de dolor o de tristeza, se oyó al final de aquel pasillo para su alegría y la de muchos que esperaban aquella buena nueva. Igual que sucedió en aquel viejo y oscuro portal, donde el llanto de un niño llenó de alegría a aquellos jóvenes y asustados padres, y al mundo entero también casi sin saberlo. Porque Jesús nació en aquel lugar aquella estrellada noche, pero nace día tras día en el corazón de todos los hombres de buena voluntad. Incluso en el corazón de los que no creen en él. Por eso, el mundo gira sobre él. Por eso los años se cuentan antes y después de aquel llanto. Por eso medio planeta se paraliza estos días para conmemorar su nacimiento. Celebramos muchas cosas estos días, aunque quizás todos debiéramos sobre todo celebrar LA VIDA. La inmensa suerte que tenemos de poder escribir estas palabras, y también la suerte de que tú puedas leerlas. Probablemente el regalo más grande que jamás vaya nadie a dejarte a los pies de un verde árbol iluminado.

Feliz VIDA a todos. FELIZ NAVIDAD también.


lunes, 19 de diciembre de 2022

MINICUENTOS DE NAVIDAD XIII

MINICUENTOS DE NAVIDAD XIII

(Navidad 2022)

Érase una vez un hombre metido en una trinchera. Estaba sentado en la tierra y dejaba caer la espalda en unos sacos que le servían de escudo. La noche era clara y hacía frío. Brillaban las estrellas en el oscuro cielo y a lo lejos de vez en cuando sonaba algún ruido, tal vez un disparo, tal vez una explosión. Pero lo peor era la sensación de que no pasaba nada. Cuando la guerra se alarga en el tiempo ya no es noticia. Ya no llena portadas. En los telediarios no sirve para titulares, sino que las novedades de la batalla se cuentan entre las subidas de los precios y la pamplina política que haya soltado el Rufián de turno. Pero a pesar de todo allí seguían. A unos metros, en la misma trinchera, había otro chaval que era más joven que él. También estaba sentado y tenía las manos en la boca donde intentaba que el vaho le mitigara un poco el frío que hacía, mientras le tiritaban ligeramente las piernas. De pronto se levantó y fue a por su mochila. Palpó de manera nerviosa los muchos bolsillos que tenía hasta que pareció localizar lo que buscaba. Abrió la cremallera y sacó una pequeña imagen que resulto ser un misterio con la Virgen, San José y el niño en una sola pieza. Sopló y le quito levemente el polvo y lo colocó sobre la nieve y le puso al lado una vela que encendió con una cerilla. Y miró a su compañero de fatigas del que no recordaba ni el nombre y en voz baja le dijo “Щасливого Різдва”. Él no supo ni qué contestarle. Solo se dio cuenta que en una trinchera y abrazado a un fusil la Navidad había llegado y él no se había dado ni cuenta.

 

Estaba ella en su puesto de trabajo tan tranquila. Llevaba de teleoperadora muchos años, pero le llamó la atención aquella campaña concreta para diciembre y decidió apuntarse como voluntaria. Más que nada para ver cómo funcionaba el producto y si alguien realmente llamaba o era todo una broma o una trola. Pantalla plana enfrente, auriculares con micro incorporado y de pronto suena la primera llamada a la que ella respondió con voz dulce y amable, pero a la vez algo dubitativa:

-          TELEZAMBOMBA buenas tardes ¿En qué puedo ayudarle?

-          - Buenas tardes. Soy el socio 412. Tenemos una urgencia. Se nos ha roto el carrizo hace 5 minutos y necesitamos solución

-         - Claro que sí caballero- ¿Qué talla es? ¿Le mandamos solo el carrizo o le mandamos una nueva?

-          - Es de la talla XXL. Del último modelo que sacasteis. Pues no sé. Me vale con un par de carrizos creo. Pero ¿tenéis alguna oferta?

-         -  Si claro. Si nos pide dos carrizos le regalamos una pandereta. Y si nos pide la zambomba completa le regalamos cinco camisetas de las que ponen “Los Segadores” en el pecho

-          - Entonces la oferta de las camisetas. Que somos muy de “los Segadores” nosotros. Si no te quedan de esas me las pones de “El terebol”, que nos da igual. Por favor que sea urgente que se nos corta la fiesta    

-          Van marchando. En quince o veinte minutos tiene el pedido en su domicilio

Y  Y colgó pensando si había sido todo verdad, o si como decía aquel mago, todo había sido fruto de su imaginación.  

 

Érase una señora que creía mucho en los Reyes Magos. Tanto creía, que, como cada año, se encaminó a aquella preciosa juguetería del centro de la ciudad, con techos altos y una gran escalera, para dejar allí la carta que le habían escrito sus hijos y sus nietos con todos sus deseos para la mañana del seis de enero. Así sus majestades lo tendrían todo más fácil. Pero pasó el tiempo, y en aquella juguetería se extrañaban de que nadie pasara a recogerlos. Se acercaba peligrosamente la fecha y decidieron contactar con aquella señora sin éxito alguno. Hasta que al final, pudieron hablar con un cercano familiar que les hizo confirmar la peor de las noticias. Aquella carta de deseos y de ilusiones se cruzó en el tiempo con otra carta de malos resultados y peores noticias. Pero aquel familiar que recibió la llamada, le dijo a aquella embajadora de sus majestades que no se preocupara. Que él mismo avisaría a sus majestades para que pasaran a recoger esos regalos de aquella carta que pasaría a ser la más inolvidable que su familia recordaría. Y volvió a salir el sol aquella mañana de enero. Y se volvió a llenar aquel salón de paquetes y de regalos. Y se llenó también de algarabía, de sonrisas y evidentemente también de alguna lágrima. Pero todo entendieron que la magia había vuelto a producirse. Porque estaban seguros de que aquella noche que acababa de terminar, una estrella bonita y brillante recién llegada al cielo, había iluminado el camino a los Reyes como nunca antes ninguna lo hizo.

 

Tengo un amigo al que no le gusta la Navidad. Ya os hablé una vez de él. Él dice que no le gusta la Navidad, pero a base de conocerlo me he dado cuenta de que lo que realmente no le gusta no son las fiestas previas, sino el final de las mismas. Es por eso que aquella nochebuena llegó a su hogar sin mucho plan para cenar. Al llegar a casa, se le vino a la mente una pareja de amigos suyos. Unos que precisamente el año anterior, en un intento de convertirlo en una persona más navideña, le habían regalado un sencillo misterio para que adornara su casa. Creo que le remordió algo la conciencia al llegar y de pronto recordar que era veinticuatro de diciembre y aquel belén seguía metido en su caja tal y como lo guardó el año anterior. Él odiando la Navidad y curiosamente aquellos amigos, navideños como los que más, recluidos en casa contagiados por aquel maldito virus que aun andaba dando coletazos. Ni corto ni perezoso, cogió al niño Jesús, lo pegó en una caja de bombones y se lanzó con un cubata en la mano a recorrer las vacías calles de una ciudad que parecía descansar después de un mes de jaleo. El silencio solo lo rompían los hielos de aquel vaso y las instrucciones del navegador de su móvil que lo dirigía a casa de sus amigos para evitar que se perdiera. Y por una ventana, les devolvió, de manera temporal, aquella pequeña imagen de escaso precio pero que esa noche empezó de pronto a tener mucho valor. Y volvió a casa pensando si era justo aquello que había pasado esa noche. Pero volvió sintiéndose el dueño de una ciudad vacía, llena de ventanas iluminadas tras las cortinas. y con el corazón lleno de sentimientos bonitos, porque para sus amigos, había sido la única cara que habían podido ver la noche de Nochebuena. Y eso no tiene precio…

 

Conozco a un niño que nace dentro de una semana. Nace cada año de hecho. No celebramos su cumpleaños como cantaban aquellos marines de “La Chaqueta Metálica”, sino que nace de verdad cada año, y al siguiente también, y al siguiente… Pensando un día sobre esto, me di cuenta de que lo hace con una intención. Nace cada año, para poder suplir a aquellos que ese año se nos han ido. Para sentarse en una de esas famosas sillas vacías de las que todo el mundo habla de vez en cuando. Porque siempre falta alguien nuevo. Hace un par de años alguien, este año alguien más y así sin solución de continuidad. Él viene para ocupar ese sitio. Para que hagamos como en aquella película de dibujos animados que vi hace poco tiempo. Para que recordemos al menos un día al año a los que hemos querido y ahora no están. Porque como dice el mensaje de aquella historia, si recordamos a alguien al menos un día al año, esa persona siempre seguirá con vida. Al menos en nuestros corazones. Al menos en nuestra memoria. Quizás esté en nosotros intentar llevar a cabo eso tantas veces dicho de procurar que sea navidad todo el año. Es difícil, lo sé. Pero deberíamos intentarlo. Solo un momentito de navidad cada día nos haría ser mejores a todos. Por nuestro amigo no va a quedar. Porque sé, como os digo, que en una semana va a volver a nacer por nosotros y por los que nos faltan. Y probablemente también por los que tienen que venir… Así que yo os deseo lo mejor para este próximo veinticinco de diciembre. Y también para todos los días del año. Feliz Navidad a todos.

jueves, 16 de diciembre de 2021

MINICUENTOS DE NAVIDAD XII



MINICUENTOS DE NAVIDAD XII

(Navidad 2021)



 

Érase una vez un matrimonio adornando su salón para las fiestas que venían. De pronto ella dejó sus labores decorativas y de un rápido impulso abrió un cajón, cogió papel y boli, y le dijo sin miedo a su marido: “Luis, venga, déjate de rollos. Vamos a hacer la lista de los invitados para la cena de Navidad” Y ella apuntó sus dos o tres nombres y levantó la mirada esperando a ver lo que su compañero decía, mientras él seguía rodeando la lámpara con espumillones montado en una escalera de pocos peldaños. Sin dejar lo que hacía de pronto dijo: “Pues mira, apunta a tus padres, a mi hermana con su marido y los dos niños, a mi madre, a tu hermana Juani con tu cuñado y la madre de él, que la pobre no la van a dejar sola… a mi primo Rubén con su mujer también y sus dos niños, que hablé el otro día y ya se lo dije,… Ah y apunta a Antonio y Fernanda los del segundo C que sabes que son de fuera y no tienen familia aquí…” Y de pronto ella interrumpió aquella retahíla, tiró el bolígrafo al suelo y dijo elevando la voz: “¿Pero te has vuelto loco? ¡¡Donde vas con tanta gente!!!” Y él con mucha pausa y tranquilidad desde la atalaya de su escalera la miró y le dijo: “Mira Manoli: el año pasado cené y almorcé contigo aquí los dos solos el 24, el 25, el 31, el 1…y hasta el día de Reyes. Así que este año todo el mundo a comer a casa. ¡COMO SI TENEMOS QUE MONTAR UNA GRADA!” Y ella puso cara de enfado, marchó con paso firme marchándose del salón, y mientras se alejaba no tenía más remedio que esbozar una sonrisa que le daba la razón a su marido aun sin querer dársela.

 

Tengo un grupo de amigos a los que les gusta madrugar. Pero les gusta madrugar cuando casi nadie madruga. A todos les costó levantarse cuando oyeron aquel despertador sonar incluso más temprano que en cualquier día laborable. Pero después de un ligero suspiro todos dieron el salto y a la calle se encaminaron. Y allí estaban. En casa de aquel amigo que se empeña en tener las puertas abiertas para todo el mundo y en aquel amplio salón donde en una mesa les esperaban una botella de brandy, una de anís y una de moscatel. Y donde todo el que llegaba ponía cara de “Ah pues no era una broma: están de verdad aquí”. Con más miedo que vergüenza, sacaron la guitarra, el almirez, las panderetas y calentaron sus voces mientras el sol peleaba con las nubes y con la penumbra de una noche que ya acababa, y mientras alguien asomado a un balcón esperaba poder ver a lo lejos aquella candelería encendida que sería la señal de que la Virgen estaba llegando. Y llegó… Y bajaron las escaleras con rapidez y a pie de calle entonaron aquella letra que pocos recordaban y que contaba la historia de un Dios eterno que se quiso hacer niño en el vientre de una joven mientras alguno señalaba con su dedo a la Virgen como diciéndole que aquello que hacían y sobre todo decían, lo hacían solo por Ella. Nada más que por Ella. Y aquella locura de madrugar para cantar solo un villancico los hizo durante unos minutos los más felices de la tierra. Y si volviera a surgir la idea lo harían de nuevo. Es más, estoy seguro de que hasta la darían la vida por ello.

 

Érase una vez un repartidor de paquetería. Uno de estos nuevos héroes de furgoneta y mono azul con algo fluorescente que hacen que nada nos falte en casa. Miró la siguiente entrega y suspiró cuando se dio cuenta de que debía subirlo a un tercero sin ascensor. Menos mal que el paquete era pequeño. Al llegar arriba, recuperó la respiración, llamó al timbre y alguien preguntó desde dentro con voz lejana que quien era. “¡¡¡Un paquete para Ramón Gutierrez!!!” contestó raudo el repartidor. Un ruido rápido de cerradura hizo abrirse la puerta y tras ella apareció un hombre con ropa desaliñada y las manos manchadas con una mezcla de pintura y escayola que llamaron la atención del trabajador. “Necesito que me eche una firmita aquí…pero veo que tiene las manos regular para firmar…. Que está ¿montando el Belén?” le dijo mientras sonreía. El beneficiario del paquete mientras firmaba le dijo “Justo eso…”. Y el repartidor, ni corto ni perezoso, se atrevió a decirle: “¿Y puedo verlo?”. Ramón le hizo un gesto con la mano, invitándolo a que lo siguiera y mientras caminaban por un estrecho pasillo iba abriendo aquel pequeño paquete que resultó ser una figura. Llegaron a un salón donde un enorme nacimiento con montañas, cascadas, pastores y animales ocupaba casi toda la estancia. “¡Pero qué maravilla por Dios!” no dudó en exclamar, con cara de no creerse lo que estaba viendo. Ramón cogió entonces aquella figura y colocándola delante del Rey Gaspar, porque resultó ser su paje, dijo casi susurrando: “Me alegra mucho que le guste. De hecho es usted la primera persona que lo ve… y llevo más de treinta años montándolo” El repartidor recorrió en sentido contrario aquel pasillo en silencio, cerró la puerta y bajó los tres pisos cavilando mientras se acariciaba la barbilla. Y ya en toda la tarde, cada vez que cogía un paquete, antes de entregarlo lo miraba y se imaginaba que figura de un Belén escondido se ocultaba en aquella caja.

 

Había una vez un hombre que soñaba con ser rey mago. Y lo soñaba todos los días del año. Tenía guardadas en su armario varias ropas para poder hacer su sueño realidad cada noche del cinco de enero. Porque él no se disfrazaba, se revestía. Se transformaba. Se convertía realmente en uno de aquello magos. Era casi en un rito que anualmente cumplía sin darle cuentas a nadie y sin dar demasiadas explicaciones. A veces salía a casa de alguien que lo invitaba, a veces lo llamaban para alguna asociación y hubo años en los que se dedicó simplemente a pasear por la calle sonriendo y regalando caramelos a todo el que tenía la suerte de encontrarle. Pero ocurrió lo impensable. Un extraño virus, algo que ni en los peores presagios jamás imaginó hizo que una de las noches más esperadas en su ciudad acabara llena de soledad y tristeza. Y aquella noche del día cinco no hubo cabalgata, ni hubo camellos, ni hubo caramelos pegados en los zapatos. Pero lo peor es que no hubo ni gente. A la hora prefijada estaba prohibido salir a la calle y aquel Rey Mago miraba de reojo aquellos ropajes resistiéndose a pensar que aquel año su noche más esperada sería solo una noche cualquiera. Se armó de valor, se vistió una de sus túnicas, una de sus capas, alguna barba de las que tenía y se colocó la corona. Y se marchó a la calle a desafiar al frío, a la noche y en esta ocasión casi a las leyes. Y vagando por aquellas calles silenciosas, vacías, y casi tragándose sus lágrimas, se temió lo peor cuando al fondo vio unas luces azules que se le acercaban. Una pareja de policías en un coche paró junto a él. Bajaron la ventanilla y hubo unos segundos de eterno silencio en el que ni él supo dar explicación de lo que hacía ni ellos supieron darle un motivo para multarle. Miró un segundo hacia arriba y asomado en una ventana un niño asombrado miraba la peculiar escena. El Rey le sonrió y le saludó con su mano envuelta en un guante blanco y el niño, con cara de no creerse lo que estaba viendo, le devolvió el saludo. Y aquel Rey solitario se abrigó envolviéndose con su capa dorada y roja y seguidamente les dijo a los agentes: “Tranquilos que ya me voy a casa. Al final ese niño ha hecho que este paseo sin sentido haya merecido la pena”.

 


Érase una vez una familia que vino a conocer las zambombas de Jerez. Llegaron a una que le habían recomendado y que se celebraba en la puerta de una iglesia. Allí había una candela que caldeaba a los presentes y en la misma puerta algunas sillas y una zambomba esperando a que alguien la tocara. De pronto una señora de bastante edad con falda hasta la rodilla y jersey de color claro, se sentó en una de las sillas, remojó sus manos en agua y comenzó a hacer sonar aquel instrumento mientras comezaba el famoso “Calle de San Francisco”. Aquella familia sonreía ante el comienzo de la fiesta, pero una de sus hijas tenía en sus manos un libreto que le habían regalado con las letras de los villancicos y al abrirlo, lo miró con sorpresa y le dijo de pronto a su madre: “Mira mamá…pero esa señora que está tocando la zambomba ¿no se parece mucho a la de esta foto que viene en el libro?” Y alguien que casi sin querer presenciaba la conversación les dijo: “No es que se parezca, es que es ella”. Y la familia se miró sonriendo pensando que habían tenido mucha suerte al empezar allí aquella tarde. No sé si para marcharte has cogido por Casablanca o por el río de Cartuja. Si te has encontrado al Zeñó don Gato, a los peregrinos que iban para Roma o a aquella Micaela de la que tanto nos hablaste y que estaba tan mala que no sabía ni lo que tenía. De lo que estoy seguro es de que estás donde siempre quisiste estar. Donde cuentan que ya cada día es Navidad. Donde dicen que se nace de nuevo para ya no morir nunca. Porque eso es lo que les pasa a las personas que se hacen eternas. Que nunca mueren. Estás en el sitio donde nace ese niño al que quiere adorar medio planeta cuando llega el mes de diciembre, aunque hasta la comisión europea se empeñe en evitarlo. ¿Acaso se os ocurre un mejor sitio donde poder pasar el resto de vuestra vida? A mí… desde luego que no. Así que este año, a pesar de los pesares, y quizás más convencido que nunca…. FELIZ NAVIDAD A TODOS


viernes, 18 de diciembre de 2020

MINICUENTOS DE NAVIDAD XI


MINICUENTOS DE NAVIDAD XI

(Navidad 2020) 


Érase una vez una tarde de diciembre. Era una tarde rara. En realidad, parecía cualquier cosa menos una tarde de diciembre en Jerez. El día tampoco acompañaba, porque el cielo estaba gris y en unas calles donde debía reinar la alegría y los cantes, el silencio lo había invadido todo. Como lo había hecho desde hacía meses. Aquella pareja almorzó, se comieron algo dulce, pusieron la tele y se tumbaron cubiertos por una de esas mantas de sofá que aún no sabemos por qué nunca sirven para taparte entero. Y en aquella penumbra y con el sonido lejano de la televisión, sucedió lo inevitable: se quedaron dormidos. Pero de pronto, un perro que tenían que ladraba una vez al mes, soltó un enorme “GUAU” cuando le asustó de repente el sonido del timbre de la puerta. Pensaron que estaban soñando. Pero volvió a sonar el timbre, y volvió a ladrar el can. Casi sobresaltado, él se dirigió a la puerta, pero no se oía nada. Antes de abrir, se asomó por una ventana para ver quien era y para su sorpresa, de pronto vio a cinco amigos y cuatro niños que al verle asomarse despeinado y con los ojos a medio abrir pusieron cara de póker. Y tras unos segundos de silencios recíprocos que parecieron eternos alguien movió una pandereta con fuerza y gritó “¡¡¡TIN TIN CATALINA, TIN TIN CONSEPSIÓN….!!!”. Y aquella siesta se convirtió en un café, aquel silencio se convirtió en jaleo, y aquel suelo acabó lleno de restos de espumillón como cuando termina una gran fiesta. Y aquella tarde de sábado acabó siendo por fin una tarde de Navidad. O quizás un rato de locura. O quizás…ambas cosas

 

Tengo un amigo que se autoproclama “El Grinch de Jerez”. Es como una “rara avis” en una ciudad donde tocar la pandereta o la zambomba es casi una cuestión de educación general básica. El papel le viene que ni pintado. Porque me lo imagino vestido como el personaje del que presume, con una llamativa chaqueta verde, solo que él llevaría un pañuelo de un color aún más llamativo en el bolsillo de la misma, y una bufanda o una pashmina de otro color más llamativo que los otros dos. Dice que no le gusta estas fiestas. Pero en realidad no sé qué no le gusta de la Navidad. Vive solo pero no puede estar solo. No le gusta cantar, pero le encanta un cante. Dice que no tiene compás, pero no puede estar sin un instrumento en la mano haciendo ruido. Y, sobre todo, dice que no le gustan tantas comidas y tantas reuniones como las que hay estos días, pero a él no le faltan comidas y copas con sus amigos en unos eternos fines de semana que la mayoría de las veces comienzan los jueves por la noche. Es un poco como el refrán en el que la sartén le dice al cazo “échate pallá….que me pringas”. Lo cierto es que lo repite como una cantinela. Que él quiere que pase ya la Navidad porque en realidad lo que quiere es que huela a incienso y a cera. Será que hay algo que me pierdo. O que guarda en su interior algo que desconozco. Porque si no, no tiene sentido que no le guste la Navidad a alguien que cumple con todo lo necesario para que sea su fiesta favorita. Aunque a veces me pregunto ¿No será que llega a diciembre ya cansado, porque en realidad celebra la Navidad con sus amigos todos los días del año? Pa mí que sí eh….

 

Érase una vez un hombre enamorado de su uniforme. Desde muy joven tuvo esa vocación de vestirse de esos colores azules o verdes claros que parecía que le transmitían bondad, cuidados, servicio y, dentro de las limitaciones humanas, la capacidad de poder curar. Pero aquel infernal año le había hecho cambiar de uniforme. Que no de trabajo. Aquella bata blanca que se ponía encima de aquellos colores azul y verde con el que vestía casi a diario, se había transformado en una enorme armadura de plástico que no dejaba pasar un gramo de aire ni a ninguna parte de su cuerpo. Algunos lo llamaban equipo de protección. Para él, solamente era un suplicio. Allí estaba en un día a día que se le hacía eterno. Había dejado de contar las horas, los días, los enfermos, las altas…y sobre todo las bajas. Dejó aquella enorme habitación donde los tubos y el ruido de los respiradores parecían una rutina que nunca tendría final, y se dirigió hacia una pequeña zona de descanso donde tomar un poco de aire. Se sentó, se quitó la máscara y los guantes y dio un enorme suspiro mirando al blanco techo de aquella sala. Pero reparó que, junto a él, en una pequeña mesa, algún compañero había montado un pequeño belén con la mula y el buey, la Virgen y San José y un pequeño niño Jesús que sonreía casi con reparo. Lo miró y casi se emocionó al pensar que la Navidad había llegado a aquel infierno y él casi no se había dado cuenta. Antes de ponerse los guantes, puso un poco del ya famoso gel desinfectante en sus manos y mientras las frotaba paró un segundo y, asegurándose de que nadie lo veía, extendió un poco de gel también en la pequeña figura de Jesús como queriendo protegerle de toda la pesadilla que estaba al otro lado de aquella puerta. Se levantó y se enfundó nuevamente aquel uniforme que ahora era una coraza, y volvió a aquel lugar donde el compás lo marcaban pitidos y respiraciones, en lugar de zambombas y panderetas.

 

Érase una vez una pareja que comenzaba una nueva vida. Casi una nueva aventura podríamos decir con los tiempos que corren. Él vivía en un piso alquilado desde hacía años. Era un piso moderno y con mucha luz, allá en al límite de la ciudad nueva y la vieja. Habían comenzado su relación hacía algún tiempo, y como el agua que busca con naturalidad su cauce, él le había propuesto a ella que se fuera vivir a su piso. Y aceptó. Y llegó la primera navidad de aquella nueva pequeña familia, y llegaba cargada con la ilusión de unos niños que esperan sus primeros reyes. Un día tomando café, él le dijo que tenía que contarle algo. Ella lo miró asustada, pero se tranquilizó deprisa cuando le oyó decir en voz bajita un pequeño pecado: “No te he dicho, …que me encantan los belenes”. Y ella no solo suspiró ante tan bella confesión, sino que presurosa se ofreció a ayudarle a montarlo con él ese año. Se subió a una pequeña escalera que la acercaba lo suficiente al altillo de un armario, mientras él esperaba abajo a que ella le fuera acercando las cajas, mientras los dos dibujaban una sonrisa enorme como muestra de alegría. Ella abrió aquel altillo y alcanzó sin problemas una caja en la que se podía leer claramente “BELEN Caja nº1” y se la acercó a su novio para que este la pusiera en el suelo. Tras ella se vio la caja número dos, la tres… Hasta que, a los pocos minutos, a su novio casi no se le veía el cuerpo mientras ella bajaba la enésima caja en la que rezaba un aclarativo “Belén caja nº26”. Y ella recordó aquel chiste en el que a un loco le preguntaron en el manicomio:

-          - Y tú ¿por qué estás ingresado aquí? Yo te veo muy normal

-          - Estoy aquí porque me gustan las tortillas de patatas

-          - Eso no puede ser. A mí también me gustan mucho

-          - ¿Ah sí? Pues venga una tarde a mi casa…que tengo roperos y roperos llenos de tortillas…

Pues eso...

 

Tengo un amigo que nace dentro de unos días. Lleva haciéndolo en estas mismas fechas desde hace dos mil y pico de años. En todo este tiempo, ese amigo ha vivido guerras, hambre, plagas…y epidemias. Muchas epidemias. En cada momento de penuria que la tierra ha vivido, hemos acudido a él para pedirle fuerzas, para pedirle consejo, y a lo mejor en el peor de los casos para pedirle consuelo. De todos esos momentos difíciles que ha vivido ha conseguido enseñarnos algo. Aunque a veces no nos hayamos dado ni cuenta. A lo mejor el año que viene, cuando llegue la Navidad, nos quejaremos menos de que la comida estaba salada, de que habíamos tenido que aguantar a aquel cuñado al que no soportamos, y a lo mejor hasta dejamos de quejarnos porque nos ha tocado a nosotros en las piernas la pata de la mesa que vamos a compartir. Siempre decimos que no valoramos la salud hasta que no nos falta, pero creo que este año hemos aprendido que éramos más ricos y más felices de lo que nosotros mismo pensábamos. Así que si puedes hazme un favor. La noche de nochebuena, a eso de las ocho, sal al balcón de tu casa si es que lo tienes. O asómate a una ventana. Pero esta vez no aplaudas a nadie. Mira al cielo y busca esa estrella que nos anuncia la buena nueva de cada año. Probablemente verás que a su alrededor hay este año más estrellas que nunca. Decenas de miles…según algunos cálculos. Da gracias al niño Jesús por no ser una de ellas, y dile que, a partir de ahora, vamos a intentar ser todos un poco mejores cada día. Y si no lo hacemos, es que no habremos aprendido nada en este maldito año que ahora termina.

FELIZ NAVIDAD A TODOS

 

miércoles, 18 de diciembre de 2019

MINICUENTOS DE NAVIDAD X


MINICUENTOS DE NAVIDAD X

Navidad 2019

Tengo un amigo que no cumple años: él solo cumple primaveras. Y no porque cumpla años a mediados de Abril, sino porque para él nunca hace frío ni llueve, siempre sonríe, prepara una fiesta donde no la hay y es de esos de los que te saluda dándote un beso y un abrazo que te recarga las pilas. Llevaba tiempo pidiendo por su cumpleaños un regalo. Uno  de esos regalos imposibles que todos hemos pedido alguna vez. De los que sabes que nunca nadie te va a regalar. Aquel regalo tan deseado, no era un viaje caro, ni un coche de alta gama, ni un reloj de oro y piedras preciosas. Pero nunca llegaba simplemente porque algunos se lo tomaban a broma, otros no sabían siquiera donde buscarlo y algunos incluso, no se atrevían a aparecer con él en su fiesta de cumpleaños. Hasta que alguien se atrevió. Y apareció aquel día de Abril con un regalo sin empaquetar, porque no supo como demonios envolver aquella enorme tinaja de barro que coronaba un esbelto carrizo. Como niño que ve cumplido un sueño la mañana de Reyes, un escalofrío recorrió el cuerpo de aquel amigo, y durante unos instantes no supo si reír o llorar. Lo cierto es que desde entonces, cuando llega el final de Noviembre, aquel amigo mete esa querida zambomba en el maletero de su coche con un “por si acaso” que siempre dice esbozando una sonrisa. Así que si en estos días alguien abre el maletero cerca suya, miren si dentro lleva una zambomba. Y si así es no le pierdan la pista, si quieren vivir una navidad verdaderamente inolvidable.

Había una vez un hombre que vivía para sí mismo. De esos que viven permanentemente mirándose a un espejo. De los que creen que lo importante es el “Yo” y no el “nosotros”. Uno de esos que prefiere mirar hacia adelante y nunca hacia los lados. Uno de esos que hemos sido cualquiera de nosotros alguna vez en la vida. No le importaron su familia ni sus amigos. Su gente cercana se convirtió lejana. Quiso emprender una vida en la que no depender de nadie ni necesitar a nadie. Peleado con todos. Añorado por muchos. Aquel final de año no sabía que le pasaba. Como si un ente extraño se hubiera apoderado de él, empezó a recordar y a anhelar cosas que ya tenía olvidadas. Iba por la calle solitario y se emocionaba sin quererlo, al ver a los grupos de amigos y familias paseando por aquella lejana ciudad y algo raro sentía dentro cada vez que oía la palabra NAVIDAD. Y cogió una maleta. E hizo un viaje atrás de kilómetros y de años que nunca pensó que volvería a hacer. Su orgullo, le impidió siquiera llamar a su familia para avisarle que llegaría a cenar a casa en Nochebuena después de tantos años. Llamó a la puerta y al abrirla su madre se fundió con él en un abrazo sin dejarle capacidad de reaccionar. Y después de algunas lágrimas de ambos, aún atinó a decirle: “Por fin vas a usar ese plato que llevo años preparando con la esperanza de que volvieras”. Y él volvió después de mucho tiempo, a mirar hacia los lados para entender que había tirado muchos años por la borda de tanto cuidarse a sí mismo


Érase una familia que tenía el abuelo que todos soñaban. De los que se convierten en el tronco fuerte que une todas las ramas que cruzan apellidos distintos, sin que ningún temporal se atreva a troncharlo. Aquella familia tenía su culmen de felicidad el día de Navidad, cuando reservaban mesa y cubierto en algún restaurante y todos, sin excepción, se reunían para celebrar la llegada de Dios a la tierra, y de camino celebrar que aquella familia seguía unida entorno a aquel ejemplo hecho persona, que les enseñó muchas cosas en la vida, entre ellas que el día veinticinco de Diciembre no era un día más del año. Pero pasaron los años. Y aquel abuelo envejeció, y ese tronco que unía a aquella familia quedó reseco y sin vida, llenando de tristeza a aquel árbol que por unos días parecía hasta resquebrajarse. Pero pasó algo que ninguno pensaba. Y es que aquel abuelo, en su testamento, lejos de hablar de tierras y riquezas, dejó como herencia un dinero con la única condición de que sirviera cada año para que su familia se siguiera reuniendo el día de Navidad. Y así lo hicieron. Y cada último día veinticinco del año todos buscan un sitio donde ir a comer, y donde ríen, y donde se abrazan,….y donde recuerdan. Y cada año preparan un cubierto que saben que no va a usarse, al menos en la tierra. Porque todos saben que aquel buen hombre que les enseñó a amar a la Navidad, sigue disfrutando con ellos desde lo más alto, y sigue siendo el orgulloso tronco de aquel árbol que difícilmente nadie va a ser capaz de cortar.

Había una vez un tren de esos que parece que no circulan. Surcaba las vías en esos días en los que todo el mundo parece que tiene una pandereta en una mano y una copa de anís en la otra. Pero no. Esos trenes circulan. Y van llenos de gente. Y van llenos de mochilas y maletas que van cargadas de ropas y a la vez de miles de historias. En aquel tren reinaba el silencio. Hasta el revisor parecía pedir los billetes con más seriedad que nunca. Un pasajero leía con escasas ganas una revista que parecía interesarle poco. Había otro que usaba unos auriculares enormes que emitían un ligero sonido de una guitarra eléctrica que dejaba claro que no escuchaba ningún villancico. Otro miraba atentamente una pantalla colgada del techo que le marcaba cuanto le quedaba para llegar a casa. Y de pronto, en aquel silencio solo roto por el “chacachá” de los raíles, sonó una voz dulce y agradable que dijo suavemente: “Próxima parada….JEREZ DE LA FRONTERA”… y en uno de los vagones alguien rompió aquella calma tocando eufóricamente las palmas mientras con voz desentonada medio cantaba “Los caminoooooooos se hicieeeeeeeeron…..” El revisor lo miraba sonriente mientras bajaba la maleta y cuando  pasó junto a él camino de la puerta le dijo: “Dicen unos amigos míos  que un día fuera de Jerez es un día perdido en la vida de un hombre” El revisor le dio una palmada en la espalda y sonrió. Y sonriendo volvió a caminar aquel pasillo sin fin en busca de polizones.

Érase una vez una tierra en la que nadie mandaba. Decían que llevaba meses y meses sin que nadie la gobernara. Esos que se encargan de tomar decisiones, se dedican de un tiempo a esta parte a echarse en cara unos a otros sus trapos sucios. A decirse lo buenos y perfectos que son unos y lo torpes y malvados que son el resto. Menos mal, que a esa tierra sin gobierno, llega un niño pequeño una vez al año para recordarnos muchas cosas. Para decirnos que a Él nadie lo eligió en ningunas elecciones, y sin embargo siempre está ahí cuando lo necesitamos. A demostrarnos que quizás escuchando lo mejor de cada uno, podemos construir un mundo mejor entre todos. A darnos el ejemplo de que él fue capaz desde el principio de perdonar a los que le hicieron daño y no le hicieron falta pactos ni papeles firmados. Por eso yo lo tengo claro. Por eso sé quien es el que gobierna mi vida sin siglas ni banderas. Por eso el mundo entero, creyentes y no creyentes, celebran estos días la llegada del hombre que fue capaz de cambiar el mundo desde su propio ejemplo. De aquel que desde la humildad de un pesebre, supo darle sentido a todo sin necesidad de discursos vacíos. Yo no sé tú. Pero yo tengo claro quien siempre, cada año, tendrá mi voto para gobernar mi vida. FELIZ NAVIDAD A TODOS!!!

domingo, 16 de diciembre de 2018

MINICUENTOS DE NAVIDAD IX

MINICUENTOS DE NAVIDAD IX

(Navidad 2018)



Érase una vez un niño de rutina mañanera. De estos que todas las mañanas hace prácticamente lo mismo. Se viste casi de la misma forma. Se peina y se prepara de la misma manera. Y cada mañana, acompañado de su madre y  a veces de otros niños, hacía también el mismo recorrido de camino al colegio y al terminar la jornada también de camino a casa. Al volver, pasaban siempre por la puerta de una papelería que en estas fechas llenaba su escaparate de cosas navideñas. A él, chaval de pequeñas manías, le gustaba pegar una carrera y plantar con ímpetu su cara en el cristal de la tienda, para fijar su mirada unos minutos en un pequeño Belén que le encantaba. Se le abrían los ojos y sonreía de una manera especial. Tanto le gustaba y tanto se pegaba al cristal, que dejaba las marcas de sus pequeñas manos y de su nariz en él, lo que provocaba el enfado del comerciante que un día, salió a la puerta y de forma poco agradable le dijo a su madre: “Señora, cómprele usted el Belén al chiquillo ya hombre…que me voy a gastar el sueldo en Cristazó” A lo que la madre respondió desde la lejanía y muy airadamente: “Yo no se lo voy a comprar no. Nosotros no creemos en esas cosas…” El tendero y el niño se miraron un segundo, y el niño pegó una pequeña carrera hacia su madre. Al día siguiente, después de vestirse igual que siempre, de peinarse igual que siempre, de ir a la misma clase que cada día, aquel niño pegó la misma carrera de siempre para volver a dejar de nuevo las marcas de sus manos y de su nariz en aquel viejo escaparate. Pero lamentablemente aquel Belén que tanto la gustaba ya no estaba allí. Para su sorpresa, aquel viejo tendero le puso la mano en la espalda, y cuando el chaval se volvió le entregó con cuidado una pequeña caja blanca que el niño cogió mirándole a la cara, medio sorprendido y medio asustado. El hombre se llevó su dedo índice a la boca diciéndole que no dijera nada y volvió pausadamente dentro de su tienda. Y aquel niño volvió aquel día a su casa, al menos por una vez, de una forma diferente.


Tengo unos amigos a los que les gusta cantar. Se juntaban de vez en cuando para echar el rato. Y después otro día para otro rato. Y así cien ratos. Hasta que se dieron cuenta que aquello sonaba bien y decidieron echarle narices. Pasa mucho últimamente por mi tierra. Pero ellos tienen algo especial. Porque solo cantan un mes al año. Y no solo eso, sino que no quieren hacer otra cosa. Cuando aún no acaba el verano, y algunos estamos con el bañador puesto, ellos desempolvan su vieja zambomba, revisan sus panderetas y ensayando que es gerundio, comienzan a preparar lo que en unos meses se les viene encima. Se dejan la las manos y la garganta en treinta días en los que se convierten en el mascarón de proa de aquellos que creen que en navidad solo se deben cantar villancicos. Y con la habilidad de transmitir que disfrutan de lo que están haciendo. Y es por eso que la gente disfruta estando con ellos. Algunos se preguntan por qué no cantan todo el año. Yo no tengo esa respuesta. Solo sé que una vez más llegará la tarde de Nochebuena. Y de nuevo se pondrá de bote en bote la Plaza de la Yerba. Y de nuevo se oirán los mismos villancicos de siempre, y una vez más sonará ese popurrí que ya casi se sabe medio Jerez. Y una vez más se guardarán su zambomba y sus panderetas. Y el cansancio y la alegría se mezclarán en un último brindis antes de irse un rato con las familias, que también se lo merecen. Y será si Dios así lo quiere, hasta el año que viene. Hasta que el Duende de la navidad jerezana aparezca de nuevo y se encargue de invadir nuestras calles.


Érase una vez un hombre que vivía la nochebuena por años pares. Un año sí, y al siguiente no. Era su ley de vida. Era de esos que a veces se comenta, que no pueden disfrutar de estar en casa esa noche, porque su trabajo no conoce de excepciones. Solo que él no salía al día siguiente en el típico reportaje del telediario del día de navidad. Porque él no era un médico de guardia, ni un bombero ni un miembro de las fuerzas de seguridad. Su trabajo pasaba más desapercibido. Pero allí se dirigía un año sí y un año no la noche de nochebuena. Tomó algo rápido en casa y con resignación se dirigió a aquella pequeña y fría cabina en aquel peaje de autopista, que todos los gobiernos dicen que van a quitar cuando están en la oposición. Por la experiencia de otros años, sabía que absolutamente nadie iba a pasar por él durante horas. ¿Quién demonios va a coger la carretera la noche de nochebuena? Así que se llevó un libro y un transistor, y un pequeño termo de café porque la noche prometía ser fría. Y pasaron las horas sin que nadie pasara. Y del aburrimiento casi quedó dormido en aquella incómoda silla de piel, con la cabeza hacia delante y la barbilla pegada al pecho. Pero de pronto, casi de madrugada, llegó un coche a toda velocidad y paró junto a su ventana y su conductor le despertó gritando: “Oiga ¿Los siete euros los podemos pagar en pestiños y en polvorones?” El hombre dio un salto. Y esbozó una sonrisa al ver que eran dos amigos que habían decidido escaparse para tomar algo con él en aquel estrecho habitáculo. Y se echaron tres copitas de anís y brindaron, mientras la desierta autopista esperaba la llegada de algún coche despistado y también esperando las promesas incumplidas de cada final de año.


Estaba una vez un hombre asomado a la ventana de su salón. Esta ventana daba al patio común de su bloque de viviendas. Se llevó un rato mirando porque los vecinos entraban y salían sin descanso. Todos iban con caras serias. Casi no se miraban. No se saludaban. Muchos portaban alguna bolsa de algún supermercado. Cada uno iba a lo suyo. Seguro que casi ninguno sabía el nombre del que se cruzaba. Raro era el que se paraba para saludar a otro, y en caso de saludarlo era solo un hola y adiós. Pensaba aquel hombre como de impersonal se había vuelto su forma de vivir. La de estar rodeada de gente a la que no conoce absolutamente nada. Y recordaba su infancia en aquella casa de vecinos en la que todos eran algo más que vecinos. Donde se compartía todo. Y donde para contar una alegría y también una pena, se acudía incluso antes a un vecino que a un familiar. Y pensaba con añoranza en aquellas zambombas que se improvisaban en aquel patio, donde con dos botellas de vino y algo de comer, se echaba la noche entera. Y aquel hombre, en un arrebato de añoranzas, se sirvió un catavino y rebuscó en un cajón una vieja pandereta que hacía años que no cogía y a la que le faltaban la mayoría de los platillos. Cogió una silla, abrió la puerta y se sentó en aquel patio con su copa de vino y su pandereta y comenzó a cantar el primer villancico que se le vino a la cabeza, esperanzado de que alguien se parara a acompañarle. La gente seguía entrando y saliendo. Seguían sin levantar la cabeza. Seguía sin saludarse. Solo que ahora además miraba con cara rara a aquel artista espontáneo al que muchos tomaron por loco. Cantó un par de villancicos más, apuró el trago de vino de un solo buche y se volvió a meter en casa. Y el trajín del patio volvió a ser el mismo de siempre. El silencio volvió a apoderarse de aquel patio, y él certificó en ese momento, que por mucho que le dijeran, para muchos la navidad nunca volverá a ser como antes. Porque quizás somos nosotros los que no somos como antes.


Tengo un amigo que es un enamorado de los Reyes Magos. Siempre lo fue. Era su día preferido de todas las fiestas de Navidad. Por cosas de la vida, sus últimos años, había tenido unos días de reyes bastante tristes. Solo en casa, sin ganas de madrugar, sin papel de regalo esparcido por el suelo del salón. Casi como un día más. Alguien le dijo que, en un sitio que él conocía, los reyes magos habían enviado una emisaria muy guapa para recibir las últimas cartas dirigidas a los magos de oriente. Las de los más despistados. Le echó algo de valor y, aunque algo inseguro, allá marcho con su carta para entregársela a aquella emisaria de elegante vestido y de ojos claros, que con una inmensa sonrisa le dijo que se sentara en su falda y que haría todo lo posible para que esa carta llegara a sus majestades. Y bueno que si llegó… Llegó y aquellos Reyes Magos en los que siempre creyó le trajeron lo poco que había escrito en ella, y otro montón de cosas no escritas en el papel pero escritas sin tinta en el fondo de su alma. Como por ejemplo: “Volver a sonreír”. Aquella emisaria de inolvidable mirada obró el milagro. Y aquel amigo volvió a sonreír y hasta recobró las ganas de volver a escribir cuentos, como solía hacer de cuando en cuando. Tanto fue así, que poco después de aquello, hasta le encargaron escribir el cuento más bonito que le habían encargado en su vida. Y en ello me cuentan que está… Mientras tanto, dicen que ha hecho una pequeña pausa, para coger aire, y para recordarle a sus amigos como cada año, que en estos días va a nacer un niño que va a cambiar por siempre nuestras vidas. Y que así sea. FELIZ NAVIDAD A TODOS.

lunes, 18 de diciembre de 2017

MINICUENTOS DE NAVIDAD VIII

MINICUENTOS DE NAVIDAD VIII


(Navidad 2017)

Tengo un amigo de los que no arma ruido. De los que anda de puntillas. De los que transmite paz y seguridad. Solemos pasar un rato juntos cuando llega la Navidad y le gusta abrir las puertas de su casa a cambio de unas risas y de unas copas de brandy. Pero de un tiempo a esta parte su navidad ha sido distinta. Es duro cuando en estos días alguien te falta para siempre, pero poco a poco el tiempo te hace acostumbrarte a las ausencias,…cuando son definitivas. Pero cuando las ausencias son solo temporales, te crean el desasosiego de no saber hasta cuándo estará ese hueco en la mesa la noche de Nochebuena. Te creas la ilusión de que solo sea ese año, pero luego resulta que el año que viene vuelve a estar ese hueco, y al siguiente también, y al siguiente… Una distancia de unos pocos kilómetros que un muro infranqueable convierte en unas leguas inalcanzables. Él nunca perdió la esperanza. Y a pesar de los pesares, imagino que con la procesión por dentro, nunca perdió su amable sonrisa. Mi amigo me ha enseñado que todos los días, y la noche de nochebuena también, debemos dar gracias a Dios por un bien que tenemos cada mañana al levantarnos pero que nunca valoramos suficientemente… hasta que nos falta: ser libres. Este año parece que esa silla vacía, después de varios años, volverá a tener el mismo ocupante que siempre tuvo. Y estoy seguro entonces, de que mi amigo, el que anda de puntillas, el que casi nunca arma ruido,…volverá a sonreír. Y yo con él.


Erase una vez una familia que tuvo que coger un día la maleta y buscarse su plato de comida lejos de su tierra. Tuvieron la suerte de encontrar un buen trabajo en una tierra igual de maravillosa que la suya. Llena de buena gente, próspera, abierta, acogedora, cosmopolita,… Una tierra extraordinaria donde las hubiera. Tan buena tierra era, que aprendieron a quererla, y aunque nunca renegaron de sus orígenes, la tomaron como si la misma suya fuera, a pesar de que en ciertas fechas, y como no en Navidad, un halo de nostalgia y de recuerdos rondara sus corazones. Allí vivieron, allí nacieron sus hijos, y sus hijos allí se enamoraron, y nacieron también sus nietos,…y poco a poco aquella tierra fue tan suya como la que realmente les vio nacer. Aquella a la que ya casi ni volvían, salvo para despedir a un ser querido o asuntos de vital importancia. Pero aquella, su nueva tierra, de pronto se volvió de otro color. Áspera, incómoda, llena de tensión. Donde algunas ideas parecían valer y otras eran despreciadas sin medida. Donde una bandera abrigaba una nueva estrella, que nada tenía que ver con aquella que guio hace siglos a unos magos desde Oriente. Y aquella familia desde siempre unida, se vio rota en varios pedazos según lo que cada uno pensaba y donde no había tregua posible para hablar o pensar en otra cosa que no fuera la política. Y acercándose la Navidad aquel padre y aquella madre, se preguntaban si al menos esos días sería posible que todos volvieran a estar juntos aunque solo fuera un rato. Si serían capaces de dejar a un lado durante unos días las ideas que habían hecho que después de tantos años, por primera vez, echaran de menos aquella tierra verde y blanca que les vio partir un día, quizás por sentirse en su nueva y querida patria, unos auténticos extranjeros.


Tengo un amigo que vive en el centro. En una calle muy conocida del centro concretamente. Hay quien presume por ahí de ser el dueño de esa calle. Yo no le creo. Yo estoy convencido de que el dueño es mi amigo y su familia. Porque cada día, en cualquier época del año, nos cuentan cosas que pasan en ella, y que gracias a Dios, no son solo pasos en semana santa. Llegaba un día mi amigo a su casa después de un largo día de trabajo. Era tarde y ya se acercaban las fiestas. En esos días transitar por su calle se complicaba un poco más de lo habitual. Tuvo la mala suerte de que al llegar a casa tenía un coche aparcado en la puerta de su garaje. Esperó pacientemente a que viniera el dueño pero no aparecía por lo que tuvo que llamar a la policía que no encontró tampoco manera de localizar al infractor. Así que allí se veía, en la puerta de su casa, sin poder aparcar y cansado de estar todo el día trabajando, esperando verle la cara al lumbreras que le estaba amargando la noche. Cuando ya esperaban a la grúa, apareció el responsable de esa pesadilla, recorriendo la calle de acera a acera, desaliñado como el Selu en la chirigota de “Los Borrachos” y balbuceando un villancico que casi ni se le entendía. Las ganas de partirle la cara se tornaron de pronto en asombro…cuando vio sorprendido que se trataba de un amigo suyo. Y no solo eso, sino que la policía comprobó que el buen hombre no se encontraba en condiciones de conducir, por lo que encima de todo, comiéndose las ganas de darle un par de tortas, tuvo que llevarle incluso el coche a su casa. Por el camino lo miraba  con cara de mala leche y resoplaba. Menos mal que mi amigo, el dueño de aquella calle invadida aquella noche, siempre tiene una sonrisa incluso para el peor de los momentos. Le dejó es su casa, le dio las llaves y cuando ya se iba, oyó de lejos un difícilmente entendible “Cucha pare…por si no te veo antes…Feliz Navidad”. Y mi amigo esbozó una sonrisa volviendo de nuevo a su calle, donde por suerte o por desgracia, pasan cosas nuevas cada día del año. Incluso en Navidad.


Conozco a una niña que parece que realmente se ha escapado de un portal de Belén. Pelo rubio, ojos claro, cara de muñeca,… Como si el angelito que anuncia a los pastores la llegada del Mesías hubiera tomado vida propia y apareciera a tu lado. Aquella niña está criada en una familia de costumbres. Llegando el día de la Inmaculada, solían ponerse manos a la obra para adornar la casa, y sobre todo para montar el nacimiento, que era lo que a aquella niña de ojos claros más le gustaba. Ella tenía su propio Belén que montaba  a su gusto y con el que se pasaba ratos jugando. Le gustaba mover a las figuras, ponerlas en un sitio o en otro, hacía como que hablaban. Jugar a los belenes. Literalmente. Y era una de sus distracciones favoritas de esos días que tanto le gustaban. Cogió la caja donde guardaba su Belén y se puso a prepararlo todo. Pero sucedió que en aquella caja, además de las figuras, había guardada una estampa de una Virgen. Tenía cientos de ellas. Acumuladas después de comprarlas los días de besamanos o guardadas cuando un nazareno o un costalero se la daban por la calle. Cogió aquella estampa y la colocó al lado del nacimiento para terminar de adornarlo. Podía haber sido la foto de cualquier imagen. Tenía tantas…. Pero resultó ser una imagen, que en ese mismo momento en el que ella montaba el Belén, esperaba en la Catedral montada en su paso para volver a su casa celebrando el día de la Inmaculada. Será solo una casualidad. Seguro. O será a lo mejor, que la Virgen cuida de los niños más de lo que nosotros mismo imaginamos.

Había una vez un bosque lejano y precioso que estaba, como cada año en esa época, completamente nevado. En aquel país, tan al norte del planeta, Navidad y nieve eran casi sinónimos. Varias familias se habían reunido en una preciosa cabaña de madera para pasar unos días. Los niños habían pasado el día jugando con los trineos, y ya metidos en la casa, habían tomado una sopa caliente y ya con el pijama, se preparaban para irse a la cama ya a descansar. Fuera, seguía nevando levemente, y el silencio de la naturaleza solo era roto de vez en cuando por las lentas pisadas de los renos, que en pequeñas manadas, rondaban cerca de la casa. Los mayores habían cenado también una buena sopa, y un buen trozo de asado hecho a fuego lento en la chimenea. Sacaron algunos licores para tomar algo, mientras con las rústicas sillas de madera hacían un círculo para poder sentarse todos juntos. Todos fueron tomando asiento, sirviéndose la anunciada copa, mientras uno de ellos, con una antiguo jersey de lana azul, repartía unos papeles a todos los allí presentes. De buenas a primeras, de una de las habitaciones, Heikki sacó una enorme tinaja con una tela blanca y un carrizo y se la puso en los pies. Le echó agua por encima y con fuerte y enérgica voz comenzó a entonar: “LOSHHHH KAMINOOOOOOOO SISIEEEEEEEEERRRRRRRRRON, KON AGUA, VEEEENTO E FRIIIIIIIOOOOOOOOOOO…..” Invadidos de Blacks Fridays, Acciones de Gracias, y gordos vestidos de rojo, resulta que exportamos también cosas…y nosotros sin enterarnos.



Érase una vez un pastor que se volvió solitario. Siempre le había gustado estar con gente. Con mucha gente. Pero la vida, que a veces se convierte en un río al que es imposible encauzar la corriente, lo llevó a vivir así. Rodeado de sus animales, compartiendo ratos con otros pastores, con los que pasaba ratos estupendos, pero volviendo a una casa solitaria un día sí y otro también. A veces, durante el día, prefería no pensar siquiera en eso. Solo se acordaba cuando emprendía el camino de vuelta a casa. Cuando volvía de nuevo a acordarse de que echando el pestillo de su puerta no tendría a nadie a quien contarle nada. Cuando se daba cuenta de que había silencios más duros que muchas palabras. Una noche, volvía con su rebaño después de estar todo el día por ahí. Hizo el camino más lento que nunca, como no queriendo llegar nunca a esa soledad que le esperaba. Casi con un nudo en la garganta, decidió pararse una vez más y apoyó su cabeza sobre el viejo muro de un establo, lamentándose de aquella suerte que nunca había buscado. A punto de soltar una lágrima estaba, cuando del interior del establo, le sobrevino el llanto fuerte de un niño que parecía recién nacido. Dio la vuelta, y una joven pareja, acurrucaba a una preciosa criatura que desprendía una luz especial. Temeroso, dio un par de pasos para verles mejor. Aquel hombre y aquella mujer le hicieron un gesto que le invitaba a acercarse. El niño dejó de llorar un instante, y él secó una rápida lágrima que salió de sus ojos quizás nacida de la tristeza, y que aquel niño, había convertido en una lágrima de emoción. Si alguna vez te sientes solo como aquel pastor, da una vuelta despacio, a tu alrededor, buscando el llanto de ese niño que viene estos días a nacer cerca de ti. Pero que viene a nacer para quedarse contigo para siempre. Quizás entonces descubras que estando él, aunque a veces sea duro, a lo mejor no necesitas nadie más que te acompañe. FELIZ NAVIDAD A TODOS