MINICUENTOS DE NAVIDAD VII
(Navidad
2016)
Érase una vez una calle abierta a la vida. Su
suelo combinaba colores y los días de humedad, las personas que la cruzaban
tenían la sensación de ir resbalándose constantemente. Olía constantemente a
churros recién hechos, tenía el eco de una máquina de afilar cuchillos y
tijeras, y a veces, al fondo, se oía el eco de alguna gitana de esas que
vendían ajos y tagarninas recién cogidas. En sus aceras, abrían sus puertas
viejos negocios, de esos que ya no quedan. Donde podías comprar un batín o unas
babuchas, o donde podías regalarle un ramo de flores a aquella niña que te
enamoraba. Pero llegaba la navidad, y una de aquellas tiendas parecía renacer
como un volcán en erupción. Sus enormes cristaleras, parecían provocar el
efecto de un embudo que hacía que cada chaval que por ella pasaba, cogiera con
fuerza la mano de su madre o de su padre y tirara de ella en busca de aquel
efímero reino de los sueños. En aquellos grandes escaparates, los niños dejaban
marcadas las palmas de sus manos e incluso de sus narices, mientras sus ojos se
perdían buscando la altura de una montaña de juguetes y muñecas que parecían no
acabarse nunca, mientras un trasiego de bolsas y papeles de regalo a sus
espaldas, daban forma a una de las noches más mágicas del año. Luego, la
navidad pasaba…y aquella tienda y aquella calle volvían a la monotonía. Hasta
que la monotonía se volvió infinita… Y ya nunca nada en aquel enorme escaparate
volvió a ser lo que era. Como en tantos sitios. Como tantas cosas… Y lo que era
una señal inequívoca de que estábamos en Navidad, desapareció para siempre.
Tengo un amigo que dice que no cree en nada.
O que cree que no cree en nada. O que quiere creer que no cree en nada. Yo en
el fondo lo que creo…es que cree en muchas más de lo que él mismo piensa. Vaya
trabalenguas ¿no? Es uno de muchos, a los que la vida le ha venido casi marcada
desde hace muchos años. De esos que lleva desde pequeño una mochila en la que
alguien le metió algo, y que por más que lo intenta …no acaba de conseguir
sacarlo para siempre. Pero a veces hay gestos, recuerdos, símbolos, imágenes…
que le hacen dudar de nuevo casi de todo. Como si su cabeza estuviera metida en
una enorme coctelera de la que intenta salir aunque sea solo por un momento
para coger un poco de aire. Como si sus dos verdades pelearan de vez en cuando
para ver quien se lleva el gato al agua. Y se acerca la Navidad… Esa fiesta en
la que medio mundo celebra el nacimiento de Jesús y el otro medio, aunque
parezca rocambolesco, no sabe muy bien que es lo que celebra. Pero el caso, es
que lo celebra. Y como un gesto más, casi sin saber aún si cree o no, volverá a
reunirse con su familia para brindar y echar unas risas y quién sabe si quizás
también alguna lágrima. Un día un amigo le dijo, que si nos empeñamos en
echarle las culpas a Dios de todo lo malo que nos pasa, también deberíamos
darle las gracias por todo lo bueno que nos da… Y en eso consiste al fin y al
cabo la Nochebuena. Pero más en dar gracias, que en echar culpas. Todo sea dicho.
Que la disfrutes amigo… Sé que lo harás.
Érase una vez un hombre enamorado de los
Reyes Magos de Oriente. Solo pensar en la noche del cinco de Enero le erizaba
la piel, y disfrutaba de la cabalgata y de todo lo que con ellos se relacionaba
como un auténtico niño. Le gustaba fijarse en sus figuras cuando iba a ver los
belenes, y se preocupó de enseñarle a sus hijos a vivir aquel misterio que hace
que siempre aquellos tres hombres buenos sean capaces de cumplir casi todo lo
que pedimos. Tan fanático se volvió de ellos, que empezó a cogerle verdadera
manía a aquel personaje de rojo y blanco que venido no sabía bien de donde, le
había quitado parte de su parcela a aquellos tres a los que tanto veneraba.
Pero las cosas de la vida, por razones que no vienen al caso, aquel hombre no
tuvo más remedio y un buen día, allá que estaba en aquel centro comercial
enorme de techos inalcanzables y laberintos de escaleras mecánicas, vestido de
Papá Noel, un gorro blanco y rojo con su borla, con una campana en la mano y
soltando de vez en cuando un JO-JO-JO…que se perdía irremediablemente entre el
bullicio de la gente que se afanaba en hacer sus compras. De pronto, reparó en
que un niño de poca edad, con un paquete de golosinas en la mano se quedaba
como embobado mirándolo. “Hombre…alguien que por fin me hace caso” pensó. Así
que decidió acercarse a él, se agachó hasta ponerse a su altura y medio
susurrando le dijo. “Y tú ¿Qué me vas a pedir que te lleve el día de Navidad?”.
A lo que el niño sin dudarlo contestó: “No creo en ti. Eres solo un tío
disfrazado… Yo solo creo en los Reyes Magos…” Aquel hombre se apartó de la cara
del niño asombrado por la respuesta. Pero tras unos segundos de silencio volvió
a acercarse y le dijo aún más bajito: “¿Pues sabes que te digo…? Que ya somos
dos… “ Y dejó a aquel niño con la boca abierta y su bolsa de chucherías,
mientras hacía sonar su campana alejándose entre la gente.
Había una vez una niña a la que llamaron
María. Cogida del brazo de su madre, cruzaba lentamente una calle en una ciudad
destruida, mientras el sol se ponía en el horizonte, y sus pasos hacían ruido
en un suelo lleno de polvo y de cascotes. Unos metros delante, sus hermanos se
daban la mano entre ellos, y el último le daba la mano a su padre, quien a
duras penas llevaba apoyada en su espalda una enorme bolsa hecha con una tela donde
llevaba prácticamente todas sus pertenencias. La madre, llevaba una bolsa
parecida sobre su hombro, y la pequeña María, jugando a imitarla, también se
había hecho una pequeña mochila con una tela de colores llamativos donde
llevaba los pocos juguetes que había podido coger de lo que quedaba de su casa.
Más que andar, vagaban sin destino por aquella ciudad casi fantasma, mientras
desde algunas de sus casas, salían pequeñas columnas de humo, algunas restos de
alguna batalla, y otras resplandores de alguna fogata que alguien utilizaba
para calentarse. Al doblar una esquina, y casi ya sin luz, su padre decidió
entrar en una casa sin puertas pero que conservaba al menos parte de las paredes
y también parte del techo. Como aquel villancico del rico avariento, buscando
posada desesperadamente, solo que ellos no encontraron a nadie que les negara
cobijo porque nadie había dentro para hacerlo. Soltaron lo poco que llevaban y
cansados, se sentaron en el suelo, mientras su padre se aventuraba a buscar
algo de leña con la que calentar aquel inhóspito sitio que les serviría de
morada esa noche. María, abrió su pequeña mochila, y de ella a su vez una caja
blanca que sacó con sumo cuidado. La abrió y de ella sacó un pequeño Niño Jesús
al que intentó buscar acomodo. Con varios trozos de madera y astillas que
encontró en el suelo, le hizo un pequeño pesebre, y lo puso encima de lo que
quedaba de una pequeña mesilla. Lo colocó con cuidado, lo miró un instante, y sonrió probablemente
por primera vez en todo el día. Le dirigió una mirada a su madre que también
sonreía viéndola, mientras secaba a escondidas una lágrima que empezaba a nacer de uno de sus ojos, fruto de una mezcla
de alegría y de pena que difícilmente podía reprimir. Y se sintió orgullosa de haber llamado María a aquella
niña nacida en una tierra donde ser cristiano era solo para héroes. Y sus
hermanos se acercaron a ella y le pusieron sus brazos en el hombro para
contemplar todos juntos, el que probablemente fuera en aquel momento, el Belén
más bonito del mundo.
Tengo un amigo al que le gusta escribir. Vaya
tío raro… No escribe por dinero ni por fama. Ni escribe por encargo o por
antojo. Escribe solo cuando tiene un motivo o cuando le apetece. Desde hace
algún tiempo y llegada esta fecha, le suelen pedir que escriba algo que la
gente parece que espera aunque él se resista a creerlo. No escribe por encargo
como decía, y este año además parecía que ni tenía motivos…ni tampoco muchas
ganas. Él mismo escribió un día algo así como “…quien no ha visto derrumbarse,
los cimientos de su vida, como un castillo de naipes…”. Qué manera de
adelantarse a su propio futuro… Y ahí estaba él ahora, recogiendo del suelo su
vieja baraja de cartas, esparcida y removida por un viento que parecía a veces
convertirse en tempestad. Intentó a veces apagar aquella tormenta buscando en un
lejano sol que parecía dibujar una eterna sonrisa un motivo que le sirviera para seguir
adelante …pero eran tales los nubarrones que hasta aquel lejano sol parecía
haberse apagado también para siempre. Así que casi sin ganas, empezó a asumir el reto
de coger su vieja pluma hecha teclado y dejar volar aquella imaginación que muchos
creían innata. Y pensó que como iba a negarse. Que como iba a ser capaz de
desearle dentro de nada Feliz Navidad a todo el mundo, y no deseársela a él
mismo. Había aprendido desde hacía ya algún tiempo, que al final lo importante
no es donde estás sino con quién estás. Y en estos días, estemos donde estemos
vamos a estar con la mejor de las compañías. Porque viene a vernos, aunque sea
en algunos casos solo por unas horas, aquel que hasta para nacer tuvo que coger
una bolsa, un borriquillo y a su familia... y emprender un largo camino. Estaremos con aquel amigo al
que no elegimos, sino que nos eligió. Con aquel que vino hace más de dos mil
años, no a redactar cuentos como aquel desgraciado amigo mío, sino a traernos de
verdad buenas noticias para siempre. Por eso un año más y a pesar de todo,
estés donde estés, estés con quien estés…que el Señor te bendiga a tí y a los
tuyos para siempre.
Feliz Navidad a todos.