EL MINICUENTO DE LUIS “EL DEL
CERRO”
Érase una vez un tal Luis, que
no era rociero. Creyente, católico, practicante… pero no, rociero no. Tenía,
como casi todos, su grupito de amigos que sí que iban al Rocío, pero a él por
más que le contaban, no le convencían. Él sólo veía polvo en lugar de paisajes,
ruido donde había cantes, calor donde había promesas… Pero ¿y a quién no le ha
pasado alguna vez esto? Un día de estos en los que tomando una copa llega ese
típico: “¿A que tú no tiene való de…?” y como a todos alguna vez nos pasó, él
dijo: “sí”.
Así que nada, no sin muchos
momentos de arrepentimiento por el camino, y con más miedo que vergüenza, allí
se veía el bueno de Luis, un miércoles muy temprano en la Alameda Cristina,
perfectamente ataviado, fijándose en mil cosas en las que antes no había
reparado, poca conversación, la mirada perdida y sin saber dónde se había
metido.
Y comenzó el camino, y con él
su particular calvario. Le tocó en la parte de atrás de un vetusto todoterreno.
Al lado suya iban tres maletas que no cabían en la baca que resbalaban en las
curvas y se le caían encima, no podía colocar los pies en el suelo porque había
una caja de botellines de cerveza que tampoco cabían, y en la parte superior
del maletero, justo detrás suya, había una enorme caja llena de servilletas de
papel y una pandereta que se venía hacia adelante y le golpeaban la cabeza en
cada frenazo.
- “¿Me podéis explicar para
qué demonios llevamos aquí esta caja de servilletas y esta pandereta si
vosotros ni os limpiáis las manos ni tocáis la pandereta?”
- "Por si acaso compare,
lo llevamos por si acaso…”.
Cuando uno va en esa línea,
suele suceder que te pasa todo aquello que puede empeorar la situación: le
tuvieron que poner un Urbason por los mosquitos, se le pinchó la colchoneta y
plegando la “Quechua”, se le partió en Marismillas.
La comitiva llegó temprano el
jueves a Carboneras, y mientras sus amigos charlaban un rato con otra reunión,
nuestro amigo decidió tomarse un respiro y consiguió relajarse. Contemplando el
atardecer en el Coto, el silencio se hizo en su interior, y durante un momento
creyó que todo lo malo de los días anteriores ni siquiera había pasado. Pero al
día siguiente, se levantó temprano, como todos. La mañana, extrañamente,
parecía más tranquila de lo habitual y en el ambiente se respiraba como la
víspera de un día grande. El sol empezaba a mitigar el frío en los cuerpos de
los madrugadores romeros.
La caravana, encaminó sus
pasos hacia el Cerro de los Ánsares, aquel sitio del que tanto le habían
hablado sus amigos, por momentos incluso, con cierto tono de misticismo. El
vehículo fue abriéndose paso y tras dos o tres golpes de volante se dio de
frente con la imponente imagen de los carros recortando un infinito horizonte,
donde el azul del cielo, y el blanco de la arena, se besaban dulcemente en una
estampa que sus ojos jamás olvidarían. Bajaron, y se acercaron al círculo que
se formaba para celebrar la santa misa. La gente se miraba y sonreía, pero
había pequeños silencios y gestos serios en los rostros de muchos de los que
allí había. Es el momento de los recuerdos, del rápido recuento que hace la
memoria desde la última vez que estuvimos allí. De las miradas perdidas. De los
rezos susurrados, de sentarnos y arrodillarnos y acariciar brevemente con las
manos la arena más pura y limpia que jamás hayamos palpado. De dejar que el
silencio, eterno propietario del Coto, solo se vea roto por el propio diálogo
de la eucaristía o por los cencerros de los mulos… De tantas y tantas cosas que
estamos deseando cada año encontrarnos allí y solo allí… Y fue allí, donde
nuestro amigo Luis, quedó atrapado por la más genuina muestra de fe que jamás
había contemplado. Cuando el sacerdote elevó el cuerpo de Cristo, con el único
dosel del azul del cielo, un escalofrío recorrió su cuerpo, mientras una
lágrima escondida asomó por debajo de aquellas gafas oscuras, que le sirvieron
de cómplices para no demostrarles a todos cómo de feliz era justo en aquellos
momentos.
La misa terminó. Abrazó con
fuerza a uno de sus amigos, y con algo de temblor en sus manos, bebió de un
solo sorbo un pequeño vaso de oloroso al que alguien lo había invitado. Lo
bautizaron como Luis “el de los Ánsares” y, lo más importante, ya nunca volvió
a faltar el viernes de camino a aquella misa del Cerro. Donde descubrió que
Dios se nos aparece para darnos una lección, cuando menos uno se lo espera…
Que en los Ánsares de arena
el mismo tiempo se para
como si alivio buscara
la Virgen para tus penas.
Que tú alma sale llena
de Dios, y sin previo aviso,
vas encontrando el cobijo
de algún abrazo sincero,
y se encuentra el rociero
más cerca del paraíso.