MINICUENTOS DE NAVIDAD XI
Érase una vez una tarde de diciembre.
Era una tarde rara. En realidad, parecía cualquier cosa menos una tarde de diciembre
en Jerez. El día tampoco acompañaba, porque el cielo estaba gris y en unas
calles donde debía reinar la alegría y los cantes, el silencio lo había
invadido todo. Como lo había hecho desde hacía meses. Aquella pareja almorzó,
se comieron algo dulce, pusieron la tele y se tumbaron cubiertos por una de
esas mantas de sofá que aún no sabemos por qué nunca sirven para taparte
entero. Y en aquella penumbra y con el sonido lejano de la televisión, sucedió
lo inevitable: se quedaron dormidos. Pero de pronto, un perro que tenían que
ladraba una vez al mes, soltó un enorme “GUAU” cuando le asustó de repente el
sonido del timbre de la puerta. Pensaron que estaban soñando. Pero volvió a
sonar el timbre, y volvió a ladrar el can. Casi sobresaltado, él se dirigió a
la puerta, pero no se oía nada. Antes de abrir, se asomó por una ventana para
ver quien era y para su sorpresa, de pronto vio a cinco amigos y cuatro niños
que al verle asomarse despeinado y con los ojos a medio abrir pusieron cara de
póker. Y tras unos segundos de silencios recíprocos que parecieron eternos
alguien movió una pandereta con fuerza y gritó “¡¡¡TIN TIN CATALINA, TIN TIN
CONSEPSIÓN….!!!”. Y aquella siesta se convirtió en un café, aquel silencio se
convirtió en jaleo, y aquel suelo acabó lleno de restos de espumillón como
cuando termina una gran fiesta. Y aquella tarde de sábado acabó siendo por fin
una tarde de Navidad. O quizás un rato de locura. O quizás…ambas cosas
Tengo un amigo que se
autoproclama “El Grinch de Jerez”. Es como una “rara avis” en una ciudad
donde tocar la pandereta o la zambomba es casi una cuestión de educación
general básica. El papel le viene que ni pintado. Porque me lo imagino vestido
como el personaje del que presume, con una llamativa chaqueta verde, solo que
él llevaría un pañuelo de un color aún más llamativo en el bolsillo de la
misma, y una bufanda o una pashmina de otro color más llamativo que los otros
dos. Dice que no le gusta estas fiestas. Pero en realidad no sé qué no le gusta
de la Navidad. Vive solo pero no puede estar solo. No le gusta cantar, pero le
encanta un cante. Dice que no tiene compás, pero no puede estar sin un
instrumento en la mano haciendo ruido. Y, sobre todo, dice que no le gustan
tantas comidas y tantas reuniones como las que hay estos días, pero a él no le
faltan comidas y copas con sus amigos en unos eternos fines de semana que la
mayoría de las veces comienzan los jueves por la noche. Es un poco como el
refrán en el que la sartén le dice al cazo “échate pallá….que me pringas”.
Lo cierto es que lo repite como una cantinela. Que él quiere que pase ya la
Navidad porque en realidad lo que quiere es que huela a incienso y a cera. Será
que hay algo que me pierdo. O que guarda en su interior algo que desconozco.
Porque si no, no tiene sentido que no le guste la Navidad a alguien que cumple
con todo lo necesario para que sea su fiesta favorita. Aunque a veces me
pregunto ¿No será que llega a diciembre ya cansado, porque en realidad celebra
la Navidad con sus amigos todos los días del año? Pa mí que sí eh….
Érase una vez un hombre enamorado
de su uniforme. Desde muy joven tuvo esa vocación de vestirse de esos colores
azules o verdes claros que parecía que le transmitían bondad, cuidados,
servicio y, dentro de las limitaciones humanas, la capacidad de poder curar.
Pero aquel infernal año le había hecho cambiar de uniforme. Que no de trabajo.
Aquella bata blanca que se ponía encima de aquellos colores azul y verde con el
que vestía casi a diario, se había transformado en una enorme armadura de
plástico que no dejaba pasar un gramo de aire ni a ninguna parte de su cuerpo.
Algunos lo llamaban equipo de protección. Para él, solamente era un suplicio.
Allí estaba en un día a día que se le hacía eterno. Había dejado de contar las
horas, los días, los enfermos, las altas…y sobre todo las bajas. Dejó aquella
enorme habitación donde los tubos y el ruido de los respiradores parecían una
rutina que nunca tendría final, y se dirigió hacia una pequeña zona de descanso
donde tomar un poco de aire. Se sentó, se quitó la máscara y los guantes y dio
un enorme suspiro mirando al blanco techo de aquella sala. Pero reparó que,
junto a él, en una pequeña mesa, algún compañero había montado un pequeño belén
con la mula y el buey, la Virgen y San José y un pequeño niño Jesús que sonreía
casi con reparo. Lo miró y casi se emocionó al pensar que la Navidad había
llegado a aquel infierno y él casi no se había dado cuenta. Antes de ponerse
los guantes, puso un poco del ya famoso gel desinfectante en sus manos y
mientras las frotaba paró un segundo y, asegurándose de que nadie lo veía, extendió
un poco de gel también en la pequeña figura de Jesús como queriendo protegerle
de toda la pesadilla que estaba al otro lado de aquella puerta. Se levantó y se
enfundó nuevamente aquel uniforme que ahora era una coraza, y volvió a aquel
lugar donde el compás lo marcaban pitidos y respiraciones, en lugar de
zambombas y panderetas.
Érase una vez una pareja que
comenzaba una nueva vida. Casi una nueva aventura podríamos decir con los
tiempos que corren. Él vivía en un piso alquilado desde hacía años. Era un piso
moderno y con mucha luz, allá en al límite de la ciudad nueva y la vieja.
Habían comenzado su relación hacía algún tiempo, y como el agua que busca con
naturalidad su cauce, él le había propuesto a ella que se fuera vivir a su
piso. Y aceptó. Y llegó la primera navidad de aquella nueva pequeña familia, y
llegaba cargada con la ilusión de unos niños que esperan sus primeros reyes. Un
día tomando café, él le dijo que tenía que contarle algo. Ella lo miró
asustada, pero se tranquilizó deprisa cuando le oyó decir en voz bajita un
pequeño pecado: “No te he dicho, …que me encantan los belenes”. Y ella no solo suspiró
ante tan bella confesión, sino que presurosa se ofreció a ayudarle a montarlo
con él ese año. Se subió a una pequeña escalera que la acercaba lo suficiente
al altillo de un armario, mientras él esperaba abajo a que ella le fuera
acercando las cajas, mientras los dos dibujaban una sonrisa enorme como muestra
de alegría. Ella abrió aquel altillo y alcanzó sin problemas una caja en la que
se podía leer claramente “BELEN Caja nº1” y se la acercó a su novio para que
este la pusiera en el suelo. Tras ella se vio la caja número dos, la tres…
Hasta que, a los pocos minutos, a su novio casi no se le veía el cuerpo
mientras ella bajaba la enésima caja en la que rezaba un aclarativo “Belén caja
nº26”. Y ella recordó aquel chiste en el que a un loco le preguntaron en el
manicomio:
- - Y tú ¿por qué estás ingresado aquí? Yo te veo
muy normal
- - Estoy aquí porque me gustan las tortillas de
patatas
- - Eso no puede ser. A mí también me gustan mucho
- - ¿Ah sí? Pues venga una tarde a mi casa…que tengo
roperos y roperos llenos de tortillas…
Pues eso...
Tengo un amigo que nace dentro de
unos días. Lleva haciéndolo en estas mismas fechas desde hace dos mil y pico de
años. En todo este tiempo, ese amigo ha vivido guerras, hambre, plagas…y
epidemias. Muchas epidemias. En cada momento de penuria que la tierra ha vivido,
hemos acudido a él para pedirle fuerzas, para pedirle consejo, y a lo mejor en
el peor de los casos para pedirle consuelo. De todos esos momentos difíciles
que ha vivido ha conseguido enseñarnos algo. Aunque a veces no nos hayamos dado
ni cuenta. A lo mejor el año que viene, cuando llegue la Navidad, nos quejaremos
menos de que la comida estaba salada, de que habíamos tenido que aguantar a
aquel cuñado al que no soportamos, y a lo mejor hasta dejamos de quejarnos
porque nos ha tocado a nosotros en las piernas la pata de la mesa que vamos a
compartir. Siempre decimos que no valoramos la salud hasta que no nos falta,
pero creo que este año hemos aprendido que éramos más ricos y más felices de lo
que nosotros mismo pensábamos. Así que si puedes hazme un favor. La noche de
nochebuena, a eso de las ocho, sal al balcón de tu casa si es que lo tienes. O
asómate a una ventana. Pero esta vez no aplaudas a nadie. Mira al cielo y busca
esa estrella que nos anuncia la buena nueva de cada año. Probablemente verás
que a su alrededor hay este año más estrellas que nunca. Decenas de miles…según
algunos cálculos. Da gracias al niño Jesús por no ser una de ellas, y dile que,
a partir de ahora, vamos a intentar ser todos un poco mejores cada día. Y si no
lo hacemos, es que no habremos aprendido nada en este maldito año que ahora
termina.
FELIZ NAVIDAD A TODOS
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