MINICUENTOS DE NAVIDAD XIV
(Navidad 2023)
Érase una vez un perro del que
todos decían que era un ser especial. Había quien incluso quien a veces lo
llamaba perro-persona. Tan persona era, que celebraba su santo, su cumpleaños,
tenía familia, primos, tatos … Todos le querían y le hablaban como a uno más.
Como si entendiera realmente lo que intentaban decirle. Llegando las fiestas de
navidad, le encantaba dormir pegado a aquel árbol con luces que montaban en su
casa. Y eso que le llenaban el suelo de bolas, de muñecos, de duende que a
menudo le estorbaban. Pero él nunca los tocó. Parecía que incluso se movía con
algo más de cuidado para no estropear la decoración. Hasta se sorprendió algún
año, cuando cada cinco de enero sus dueños decidían pasar la noche junto a él
acurrucados en el sofá y él devolvía el gesto durmiendo lo más pegado posible a
ellos. Pero si algo le gustaba de estas fiestas, era esa noche de fin de año en
la que, a pesar de los malditos cohetes, se concentraba para no perder puntada
de lo que pasaba en la Puerta del Sol, cambiando esas doce uvas que todos
comemos, por unos imborrables doce trozos de salchichas que se tragaba al
compás de su familia. Este año no dormirá bajo el árbol la noche de reyes. Ni
se comerá sus particulares uvas. Se marchó en silencio justo cuando pensó que
debía irse. Como queriendo no molestar. Y yo lo imagino acompañando al niño
Dios en ese portal de Belén que estoy seguro que forman en el cielo todos esos
perros que han sido una bendición en la tierra.
Había una vez una familia a la que le gustaba mucho reunirse para comer y para cenar. Hacía algún tiempo, que a aquella enorme mesa una persona se sentaba, pero ya no estaba. Su presencia se limitaba a su cuerpo. Su mente ya hacía algunos años que viajaba a lomos de una enfermedad con nombre de neurólogo alemán que cuesta trabajo pronunciar. Me dijo un amigo una vez, que los que la padecen, en el fondo, mueren dos veces. Y puede ser que no haya mejor manera para definirla. Una de sus nietas había crecido ya habituada a esas reuniones en las que la abuela se movía poco y en la que guardaba un severo silencio que a veces adornaba con una tierna sonrisa. Este año, le tocó sentarse justo enfrente suya y algo vio especial en ella que le hizo no retirarle la mirada en toda la noche. Hasta a sus padres les llamó la atención. Tanto, que le peguntaron si le pasaba algo. Y la cena transcurrió como siempre. Con una comida copiosa y con un brindis en el que todos elevaban su copa al cielo. Incluso la abuela, que le pegó un sorbito rápido a aquel vino que le supo a gloria. Llegó el momento de levantarse de la mesa para irse ya a descansar y, al bordear la mesa, pasó muy pegada a aquella nieta que había sido su vigía toda la noche. Y, por sorpresa, se paró un segundo junto a ella y acercó su boca a la mejilla con intención de darle un beso que fue recibido con alegría, y justo después de hacerlo, le susurró al oído un “Feliz Navidad” que retumbó en el salón como si lo hubiera gritado media ciudad. Alguien acompañó a aquella abuela a su dormitorio cogiéndola por el brazo y secándose alguna lágrima, mientras en la mesa todos se miraban asombrados. Porque habían vivido en persona, que Dios nace en Nochebuena para todos. Incluso para aquellos que no lo saben. Incluso para aquellos que parecen que lo han olvidado.
Iba un hombre caminando de noche
y a solas por una calle en penumbra. El aire recogía y mezclaba ecos de un “Runrún”
que acompañaba a sus tímpanos desde las primeras horas de la tarde. Había
cruzado media España para conocer esa fiesta navideña del sur de la que todos
hablaban maravillas. No había viajado solo, aunque ahora sí que lo estaba. Les
había perdido la pista a sus compañeros de aventura hacía ya algunas horas, a
los que imaginaba ya en la blanca e impoluta cama del hotel, con la que él
ahora soñaba. Pero no. Él estaba allí solo en aquella calle cuyo nombre
desconocía, haciendo un esfuerzo enorme para dar un paso detrás de otro y sobre
todo para mantener la verticalidad. Su subconsciente solo hacía repetirle “Que
traicionero es el vino de Jerez…pero qué rico está”. En la acera de esa calle,
un vecino apuraba un cigarro dejándose caer en la puerta de madera que daba
acceso a una de sus casas. Una de esas casas con un suelo de baldosas rotas y
trozos de cementos, con columnas y arcos, macetas verdes en las paredes y una
balconada desde la que se asomaban los que vivían en la primera planta. El vecino disfrutaba de la escena, viendo a
aquel hombre luchando contra su equilibrio y al llegar a su altura y sin
pensárselo mucho, lo cogió del brazo y lo introdujo en aquel patio lleno de
voces y alegría en el que sonaba de nuevo ese “Runrún” de la zambomba. Lo
sentaron como pudieron en una silla de eneas y alguien se apresuró a colocarle
en una mano una pandereta y en la otra una copa de anís. Se le acercó un vecino
y, dándole una voz, le preguntó “Pero usted… ¿De dónde viene?” “Yo soy de El
Barco, un pueblo de Ávila”. Otro que estaba bastante cerca, hiló enseguida la
respuesta y entonó un acertado “POR ALLI VIENE MI BARCO RAMIRÉ…” que todos
continuaron a coro inmediatamente, lo que hizo al protagonista esbozar una
sonrisa y pegar un buchito al anís, mientras daba por hecho que por fin había
encontrado esa famosa fiesta que venía buscando.
Estaban un padre y su hija una
mañana en su salón viviendo los previos a las fiestas que llegaban. El padre,
había subido del trastero varias cajas de cartón donde almacenaban todo el año
el árbol, las luces, las flores, los espumillones y todo lo necesario para
adornar su hogar en estos días. Empezaron entre los dos a sacar todo lo que
contenían aquellas enormes cajas y lo iban ordenando por zonas para poder luego
acudir a lo que iban necesitando. De pronto, la niña cogió una bolsa y se la
dio a su padre preguntándole qué es lo que había dentro. El padre, abrió la
bolsa despacio y sacó un buen montón de sobres, en su mayoría blancos, que
cogió con la mano derecha y que muy despacio fue dejando caer en una mesa
mientras se sentaba en un sofá. Fue pasando esos sobres desde la mano derecha a
la izquierda despacio mientras su hija no le apartaba la mirada. “¿Qué son
papá?” pregunté extrañada ante el silencio del protagonista de la escena. “Son
unos christmas cariño…unas felicitaciones”. Ante la cara de extrañeza de la
hija, el padre añadió. “Eran unas postales que los amigos y familiares se
mandaban unos a otros. Normalmente tenían algún cuadro o alguna foto y se
deseaban una Feliz Navidad los unos a los otros. Yo tenía la manía de
guardarlos y aquí están”. La niña, no reprimió su cara de asombro y mientras
miraba con poco interés algunos de esos sobres, le comentó al padre “Qué
tontería ¿no? Mejor escribirle un wasap y le pones lo que quieras ¿no crees? Es
más rápido y más fácil” El padre, la miró reposado. Como sin saber bien qué
contestarle. Mezcló una sonrisa tímida mientras se le escapaba una lágrima que
bajó por la mejilla y acabó mojando uno de aquellos viejos sobres. Su hija le
puso la mano en la mejilla y sonrió. Y pegó una carrera a la cocina en busca de
un par de pestiños. Y él se quedó sentado con aquel puñado de sobres en la mano,
mirando con nostalgia y emoción algunos de los nombres que aparecían en el
remite.
Tengo un amigo que estaba una
noche en el desierto pasillo de un hospital. La luz era tenue y a un lado y
otro de aquel pasillo, las luces que brillaban en los cristales dejaban intuir
algunas habitaciones en las que cuando se abrían las puertas sonaban unos
pitidos que marcaban un repetido compás. Hacía poco que lo habían dejado solo allí.
Al fondo de aquel oscuro pasillo sí que había más luz. Pero él miraba al fondo
no buscando una luz, sino esperando un sonido. Deseaba ansioso poder oír a lo
lejos el llanto de una niña, para ser exactos, dos llantos mejor que uno. El
tiempo pasaba lento en aquella por momentos angustiosa espera. Tuvo entonces
unos minutos para pensar en los que habían pasado ya por aquellos momentos de
nervios. Por aquella bonita y a la vez dura incertidumbre. Y se acordó de
aquella pareja que trajo una noche un llanto que cambió el mundo entero. Cayó
en la cuenta entonces, de que tenía poco de lo que quejarse cuando se los
imaginaba dando a luz en una noche fría, desamparados en un establo rodeado de
animales, sin ningún familiar cerca al que poder abrazarse. Si ya era diferente
venir al mundo hace más de dos mil años, en esas condiciones debió ser algo
realmente inenarrable. Pero el llanto, normalmente símbolo de dolor o de
tristeza, se oyó al final de aquel pasillo para su alegría y la de muchos que
esperaban aquella buena nueva. Igual que sucedió en aquel viejo y oscuro
portal, donde el llanto de un niño llenó de alegría a aquellos jóvenes y asustados
padres, y al mundo entero también casi sin saberlo. Porque Jesús nació en aquel
lugar aquella estrellada noche, pero nace día tras día en el corazón de todos
los hombres de buena voluntad. Incluso en el corazón de los que no creen en él.
Por eso, el mundo gira sobre él. Por eso los años se cuentan antes y después de
aquel llanto. Por eso medio planeta se paraliza estos días para conmemorar su
nacimiento. Celebramos muchas cosas estos días, aunque quizás todos debiéramos
sobre todo celebrar LA VIDA. La inmensa suerte que tenemos de poder escribir
estas palabras, y también la suerte de que tú puedas leerlas. Probablemente el
regalo más grande que jamás vaya nadie a dejarte a los pies de un verde árbol
iluminado.
Feliz VIDA a todos. FELIZ NAVIDAD
también.
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