EL
MINICUENTO DE UNA DEUDA SALDADA
Érase una vez dos amigos que eran muy
cofrades, pero por caminos muy distintos. Dos cofrades de un mismo día santo. Uno
de molía y sacar varios pasos. El otro fiel a su horquilla y a que el aire le
diera en la cara. Cuando coincidían no hablaban mucho de hermandades. Pero el
primero solía insistirle en que fuera con él a alguno de los pasos que sacaba.
Le decía que no podía perderse esa experiencia de vivir una tarde debajo de
unos faldones. Que tenía que vivirlo al menos una sola vez. Que estaba seguro
de que le encantaría… Pero aquel amigo, agarrado a su horquilla, y a una
tradición, y a tantas y tantas cosas, le decía que no. Que no le llamaba nada
la atención eso. Hasta que una tarde, ante tanta insistencia, cerró una de
aquellas conversaciones con una frase convertida a la vez en juramento y en
sentencia: “¿Sabes lo que te digo? Que cuando tú seas el capataz de un paso,
entonces yo iré contigo de costalero…”
Y aquella frase quedó en aquel aire como
tantas y tantas promesas que se dicen con la casi seguridad de que nunca tendrá
uno que cumplirlas. Como un farol que uno juega seguro de que ganará la partida
finalmente.
Pero como dicen que los caminos del Señor son
inescrutables, no pasado mucho el tiempo, aquel amigo fue nombrado capataz de
un paso, de una manera inesperada incluso para él. Pero sucedió también, que de
la forma más cruel aquel otro amigo tuvo que dejar incumplida su promesa, ya
que poco antes, marchó para siempre a acompañar a Dios, allá donde no es necesario
fajarse, ni hacen falta horquillas ni molías.
Y sucedió que cuando aquella promesa parecía
que iba a permanecer ya para siempre incumplida, un amigo de los dos, se
preocupó de que no sucediera así. No con poco sacrificio, dejó su cofradía de
siempre que salía el mismo día, y aquella tarde de semana santa sus pasos
cambiaron el norte por el sur, el tambor y la marcha por el silencio y el
racheo. Como aquella hermandad que un día en Sevilla dejó su palio en casa para
“prestarle” su cuadrilla a una cofradía de un solo paso a la que habían dejado
en la estacada. No le importó renunciar a la que era Reina de su vida, con tal
de no dejar a su amigo con una palabra convertida en deuda ya para siempre.
Hasta tuvo que soportar que en un relevo, mientras esperaba la llegada del
paso, sintiera a lo lejos la presencia y casi el aliento de su Virgen como
queriendo recordarle que estaba aquel día tan lejos y a la vez tan cerca de
Ella.
A veces, y yo el primero, nos apresuramos a
evaluar el porqué un hombre decide ir a sacar tal o cual cofradía. Craso error
sin antes indagar bien… Y a las pruebas me remito.
Aquella historia bonita, no por muchos
conocida, tendrá este año si Dios quiere su epílogo cuando aquel capataz que ya
no lo es, le devuelva a aquel amigo un gesto que solo es capaz de valorar quien
ha hecho algo parecido alguna vez. Algunos se sorprenderán al verle vestido de
costalero en aquella cofradía a la que solo le unen un puñado de buenos amigos.
Tampoco les preocupa darle a nadie explicaciones que no se necesitan. Y que a
veces, ni se merecen. Lo que de verdad les preocupa es que todo vaya bien, y
que al llegar a la Iglesia ambos puedan fundirse en un eterno abrazo, y
mientras secan su sudor sean capaces de recordar a aquel amigo común que puede
presumir de haberse ido al cielo, sin haber dejado nada pendiente. Porque al
final él estuvo donde un día prometió que iba a estar.
Y si esa noche es finalmente el epílogo de
esta historia, o quizás solo un nuevo capítulo… solo la Virgen lo sabe.
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